domingo, 8 de agosto de 2010

Encíclica "Casti Connubi" sobre el matrimonio cristiano - SS Pío XI


En la encíclica Ubi arcano (23-XII-1922), SS Pío XI había ya enseñado que «la sociedad es un reflejo de la familia» y que el laicismo había penetrado «hasta las mismas raíces de la sociedad, es decir, hasta el santuario de la Familia». En Casti connubii el papa declara que, «como enseña la historia, la salud del Estado y la prosperidad de la sociedad», no están seguras donde no lo está su fundamento, es decir, el recto orden moral del matrimonio y la familia. La familia tiene un lugar irreemplazable en la recristianización de la sociedad. La finalidad de la Casti connubii es «presentar a los hombres de hoy la verdadera doctrina sobre el matrimonio» ante las enseñanzas contrarias. En concreto, la encíclica se propone hablar «sobre la naturaleza del matrimonio cristiano, de su dignidad, de las ventajas y beneficios que de él dimanan para la familia y para la sociedad humana, sobre los errores contrarios a este importantísimo capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios opuestos a esa vida conyugal y, finalmente, sobre los principales remedios que deben aplicarse» (n.4). De ahí las tres partes de la encíclica. El contexto histórico estuvo marcado por dos sucesos: el matrimonio de la princesa de Saboya con el rey de Bulgaria, celebrado de manera irregular; y la conferencia de Lambeth (1930), en la que los prelados anglicanos declararon lícito el uso de medios anticonceptivos.

CASTI CONNUBII

INTRODUCCIÓN

1. Cuán grande sea la dignidad del matrimonio casto, venerables hermanos, puede inferirse sobre todo del hecho de que Cristo Nuestro Señor, el Hijo del Eterno Padre, tomada la carne del hombre caído, quiso no sólo que este principio y fundamento de la sociedad doméstica y aun de la comunidad humana fuera incluido de una manera peculiar en ese designio amantísimo con que llevó a efecto la total restauración de nuestro linaje, sino que incluso, una vez lo volvió a la prístina integridad de la institución divina, lo elevó a verdadero y gran sacramento de la Nueva Ley, y encomendó por esto toda disciplina y cuidado del mismo a la Iglesia, su Esposa.

2. Ahora bien: para que se puedan recoger los deseados frutos de esta renovación del matrimonio entre las gentes de todo el orbe y de todos los tiempos es necesario, ante todo, que las mentes de los hombres sean iluminadas por la verdadera doctrina de Cristo sobre el matrimonio y, en segundo lugar, que los cónyuges cristianos, con la gracia interior de Dios, que fortalece las flacas voluntades, ajusten por completo sus ideas y su comportamiento a esa purísima ley de Cristo, con que alcanzarán para sí y para su familia la verdadera felicidad y paz.

3. Mas, por el contrario, Nos no sólo observamos desde esta diríamos atalaya apostólica, sino que vosotros mismos, venerables hermanos, veis también y juntamente con Nos lamentáis profundamente que un número incontable de hombres, olvidados de esa obra divina de restauración, o desconocen por completo la santidad tan grande del matrimonio cristiano, o la niegan impudentemente, o incluso, apoyándose en los falsos principios de cierta nueva y sumamente depravada doctrina sobre las costumbres, la conculcan por todas partes. Y como quiera que estos tan perniciosos errores y depravadas costumbres han comenzado a introducirse aun entre los fieles y poco a poco, insensiblemente, tratan de penetrar más profundamente cada día, conforme a nuestro cometido en la tierra de Vicario de Cristo y supremo pastor y maestro, hemos estimado que era deber nuestro alzar la voz apostólica para conservar inmunes, en cuanto estuviera de nuestra parte, apartándolas de los pastos venenosos, a las ovejas que nos han sido confiadas.

4. Así, pues, venerables hermanos, hemos determinado hablaros a vosotros, y por medio de vosotros a toda la Iglesia de Cristo y, consiguientemente, a todo el género humano, sobre la naturaleza del matrimonio cristiano, de su dignidad, de las ventajas y beneficios que de él dimanan para la familia y para la misma sociedad humana, sobre los errores contrarios a ese importantísimo capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios opuestos a esa misma vida conyugal y, finalmente, sobre los principales remedios que deben aplicarse, siguiendo las huellas de nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, cuya encíclica Arcanum, sobre el matrimonio cristiano, publicada hace cincuenta años, hacemos nuestra y en esta nuestra confirmamos y, exponiendo algo más extensamente algunos puntos a causa de las condiciones y necesidades de nuestra época, declaramos que no sólo no ha quedado anticuada, sino que conserva plenamente su vigor.

NATURALEZA DEL MATRIMONIO

5. Y para comenzar por esta misma encíclica, dedicada casi por entero a reivindicar la institución divina del matrimonio y su dignidad sacramental y perpetua firmeza, quede asentado, en primer lugar, este inamovible e inviolable fundamento: el matrimonio no ha sido instituido ni restaurado por obra humana, sino divina; que ha sido protegido con leyes, confirmado y elevado no por los hombres, sino por el propio Dios, autor de la naturaleza, y por el restaurador de esa misma naturaleza, Cristo Nuestro Señor; leyes que, por consiguiente, no pueden estar sujetas a ningún arbitrio de los hombres, a ningún pacto en contrario ni siquiera de los propios contrayentes. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la tradición constante y universal de la Iglesia, ésta la definición solemne del sagrado concilio Tridentino, que declara y confirma, con las mismas palabras de la Sagrada Escritura, que el vínculo perpetuo e indisoluble del matrimonio, su unidad y su firmeza, dimanan de Dios, su autor.

6. Y a pesar, sin embargo, de que el matrimonio en su naturaleza ha sido instituido por Dios, la voluntad humana tiene también en él su parte, y nobilísima por cierto; pues todo matrimonio singular, en cuanto unión conyugal entre un determinado hombre y una determinada mujer, nace exclusivamente del libre consentimiento de ambos esposos; el cual acto libre con que ambas partes conceden y aceptan el derecho propio del matrimonio es tan necesario, que no hay poder humano capaz de suplirlo. Mas esta libertad se extiende en los contrayentes sólo al consentimiento o no consentimiento en contraer de hecho matrimonio y con una determinada persona; la naturaleza del matrimonio, en cambio, no está sometida a la libertad del hombre, de modo que, si alguno llegara una vez a contraer matrimonio, queda sujeto a las leyes divinas y esenciales propiedades del mismo. El Doctor Angélico dice, en efecto, tratando sobre la fidelidad y la prole: «Éstas nacen en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de modo que, si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio».

7. Por el matrimonio, pues, se unen y se funden las almas, y éstas más y más estrechamente que los cuerpos; y no por un afecto pasajero de los sentidos o del espíritu, sino por deliberada y firme decisión de las voluntades; y de esta unión de las almas, estableciéndolo así Dios, surge el vínculo sagrado e inviolable.

8. Tal naturaleza, absolutamente propia y singular de este contrato, lo hace por completo diverso tanto de los ayuntamientos de las bestias, efectuados por el solo ciego instinto de la naturaleza y en los cuales no existen en absoluto ni razón ni voluntad deliberada, cuanto de esas uniones libres de los hombres al margen de todo vínculo verdadero y honesto de voluntades, y destituidos de todo derecho de convivencia doméstica.

9. De donde se sigue ciertamente que la autoridad legítima tiene el derecho y, por tanto, el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que van contra la razón y la naturaleza; y, como se trata de algo que brota de la naturaleza misma del hombre, no es menos cierto lo que públicamente manifestó nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria: «Está fuera de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad, o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: Creced y multiplicaos».

10. Así, pues, el sagrado consorcio del legítimo matrimonio se halla constituido a la vez por voluntad divina y humana; de Dios provienen la institución misma del matrimonio, sus fines, sus leyes y sus bienes; de los hombres, con la ayuda y cooperación de Dios, depende todo matrimonio concreto, contraído con los deberes y los bienes establecidos por Dios mediante la entrega ciertamente generosa de la propia persona hecha al otro por todo el tiempo de la vida.

I. LOS BIENES DEL MATRIMONIO

11. Al emprender, venerables hermanos, la exposición de cuáles y cuán grandes sean estos bienes del verdadero matrimonio, se nos vienen al pensamiento las palabras de aquel tan preclaro doctor de la Iglesia a quien hace poco ensalzábamos en nuestra encíclica Ad salutem, publicada con motivo del XV centenario de su muerte. «Todos éstos –dice San Agustín– son los bienes por que son buenas las nupcias: prole, fidelidad, sacramento». Cómo estos tres capítulos contengan con razón una fecundísima síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, lo declara expresamente el mismo santo Doctor cuando dice: «En la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se tenga comercio carnal con otro o con otra; en la prole, a que se la reciba con amor, se la críe con benignidad y se la eduque religiosamente; en el sacramento, a que el matrimonio no se disuelva y que el abandonado o abandonada no se una con otro ni siquiera por razón de la prole. Esta es como la regla del matrimonio, con la que se ennoblece la fecundidad de la naturaleza y se reprime la perversidad de la incontinencia».

A) La prole

12. Así, pues, el primer lugar entre los bienes del matrimonio lo ocupa la prole. Y en verdad que el mismo Creador del género humano, que en su benignidad quiso servirse de los hombres como auxiliares en la propagación de la vida, lo enseñó así cuando en el paraíso, al instituir el matrimonio, dijo a los primeros padres, y por medio de ellos a todos los cónyuges futuros: Creced y multiplicaos y llenad la tierra. Esto mismo lo deduce bellamente San Agustín al comentar las palabras del apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: «El Apóstol es testigo, por consiguiente, de que las nupcias se contraen para la procreación: Quiero –dice– que las jóvenes se casen». Y, como si le preguntaran: ¿Para qué?, agrega inmediatamente: Para que procreen hijos, para que haya madres de familia.

13. Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio puede colegirse de la dignidad y altísimo fin del hombre. Pues el hombre, aun cuando no sea más que por la excelencia de su naturaleza racional, supera a todas las criaturas visibles; pero a esto se añade que Dios quiere que nazcan hombres no sólo para existir y poblar la tierra, sino principalmente para que lo adoren a Él, para que lo conozcan y amen y gocen, por último, de Él eternamente en el cielo; fin que, por la admirable elevación del hombre por Dios al orden sobrenatural, supera cuanto el ojo vio, el oído oyó y asciende hasta el corazón del hombre. De lo cual fácilmente se deduce qué don tan grande de la divina bondad, cuán egregio fruto del matrimonio es la prole, brotada de la omnipotente virtud de Dios con la cooperación de los cónyuges.

14. Pero los padres cristianos deben entender, además, que ellos están destinados no ya sólo a propagar y conservar el género humano sobre la tierra; más aún, ni siquiera sólo a educar a unos adoradores cualesquiera de Dios, sino a engendrar la progenie de la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios, para que crezca de día en día el pueblo consagrado al culto de nuestro Dios y Salvador. Porque, pese a que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no pueden transmitir la santidad a la prole, antes bien la generación natural de la vida se ha convertido en camino de muerte por donde pasa a la prole el pecado original, participan, no obstante, en cierto modo, algo de aquel primer matrimonio del paraíso, ya que en ellos está ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, para que esta madre fecundísima de hijos de Dios la reengendre para la justicia sobrenatural mediante las aguas del bautismo y la haga miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y, finalmente, heredera de la vida eterna, que todos anhelamos.

15. Meditando sobre esto, la madre verdaderamente cristiana podrá, sin duda, comprender que, en un sentido más profundo y consolador, se refieren a ella aquellas palabras de nuestro Redentor: La mujer..., una vez alumbrado el hijo, ya no se acuerda de su trance por el gozo de ver nacido un hombre para el mundo, y, sobreponiéndose a los dolores, cuidados y cargas del deber maternal, se gloriará en el Señor mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de los Gracos, de la floridísima corona de los hijos. Y ambos cónyuges verán estos hijos, recibidos de la mano de Dios con pronto y agradecido espíritu, como un tesoro confiado por Dios a ellos, el cual no habrán de gastar exclusivamente en beneficio propio ni de la sociedad terrena, sino que habrán de restituir con fruto al Señor en el día de la cuenta.

16. El bien de la prole, sin embargo, no está completo con la procreación, sino que debe añadirse otro, consistente en la debida educación de la misma. Poco en verdad habría mirado el sapientísimo Dios por la prole engendrada, y, consiguientemente, por todo el género humano, si no hubiera dado también el derecho y el deber de educar a aquellos mismos a quienes había concedido la potestad y el derecho de engendrar. Nadie puede ignorar, en efecto, que la prole no se basta a sí misma, que no puede proveer ni siquiera en las cosas que afectan a la vida natural, y mucho menos a las que tocan al orden sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, de la enseñanza y de la educación de los demás. Y está claro que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole compete en primer lugar a los que iniciaron la obra de la naturaleza engendrando, y a los cuales está terminantemente vedado exponer a una ruina cierta lo iniciado, dejándolo imperfecto. Ahora bien: a esta tan necesaria educación de los hijos se ha atendido de la mejor manera posible en el matrimonio, en el cual, hallándose ligados los padres con un vínculo indisoluble, cuentan siempre con la cooperación y la ayuda de ambos.

17. Pero, habiendo tratado por extenso en otro lugar sobre la educación cristiana de la juventud, resumiremos ahora todo esto en las repetidas palabras de San Agustín: «En la prole [se atiende] a que se la reciba con amor... y se la eduque religiosamente»; y esto mismo se establece taxativamente en el Código de Derecho Canónico: «El fin primario del matrimonio consiste en la procreación y educación de la prole».

18. No debe quedar en silencio, por último, que, siendo tan grande la dignidad y tanta la importancia de esta doble función encomendada por Dios a los padres en bien de la prole, cualquier uso honesto de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida es, por mandato de Dios y de la ley natural, derecho y privilegio exclusivo del matrimonio y debe en absoluto mantenerse dentro de los sagrados límites de la vida conyugal.

B) La fidelidad

19. El segundo bien del matrimonio que dijimos había mencionado San Agustín es la fidelidad, que consiste en la lealtad mutua de los cónyuges en el cumplimiento del contrato conyugal, de modo que lo que en virtud de este contrato, sancionado por ley divina, se le debe únicamente al otro cónyuge, no se le niegue a dicho cónyuge ni se le permita a ningún otro; ni a ese mismo cónyuge se le conceda lo que, en cuanto contrario a los derechos y leyes divinos y totalmente opuesto a la fidelidad conyugal, jamás puede concederse.

a) La unidad

20. Esta fidelidad exige, por tanto, en primer lugar, la absoluta unicidad del matrimonio, que el propio Creador preestableció en el matrimonio de los primeros padres cuando quiso que éste no existiera sino entre un único hombre y una única mujer. Y, aunque después Dios, supremo Legislador, suavizó temporalmente esta primitiva ley, ninguna duda queda, en cambio, de que la ley evangélica restauró íntegramente aquella primitiva y perfecta unidad y derogó toda dispensa, como claramente muestran las palabras de Cristo y el modo constante de enseñar y proceder de la Iglesia. Con razón, por consiguiente, el santo concilio de Trento declaró solemnemente: «Que con este vínculo se ligan y unen nada más que dos lo enseñó nuestro Señor Jesucristo cuando... dijo: Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne».

21. Y Cristo Nuestro Señor no quiso solamente condenar cualquier forma de las llamadas poligamia y poliandria, tanto sucesiva cuanto simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino que, para conservar siempre inviolables los sagrados valladares del matrimonio, prohibió también hasta los mismos pensamientos voluntarios y los deseos de todas estas cosas: Pero yo os digo que todo aquel que mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su corazón. Palabras de Cristo que no pueden anularse ni siquiera por el mutuo consentimiento de las partes, pues manifiestan una ley de Dios y de la naturaleza que jamás voluntad alguna de hombre podrá quebrantar o torcer ".

22. Más aún: hasta la misma familiaridad mutua entre los cónyuges, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el debido brillo, debe estar presidido por la nota de la castidad, de modo que los cónyuges se comporten en todo conforme a la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren siempre seguir la voluntad del sapientísimo y santísimo Creador con suma reverencia para con la obra de Dios.

b) Amor y perfeccionamiento mutuo

23. Y ésta, que San Agustín llama, con gran acierto, fidelidad de la castidad, brotará más fácil y también mucho más próspera y noble de otro importantísimo capítulo: del amor conyugal, que penetra todas las obligaciones de la vida conyugal y tiene en el matrimonio cristiano cierta primacía de nobleza. «Exige, además, la fidelidad del matrimonio que el marido y la esposa estén unidos con un singular amor, santo y puro; que se amen no como los adúlteros, sino como Cristo amó a su Iglesia; prescribió, en efecto, esta regla el Apóstol cuando dijo: Hombres, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia; a la cual ciertamente amó con aquel amor suyo infinito, no por su bien propio, sino proponiéndose exclusivamente el bien de la Esposa». Amor decimos, pues que no se funda en sólo el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni solamente en dulces palabras, sino que radica en el íntimo afecto del alma y se demuestra en obras, ya que obras son amores. Y en la sociedad doméstica estas obras comprenden no sólo el mutuo auxilio, sino que necesariamente deben extenderse, más aún, deben tender, en primer lugar, a la ayuda mutua de los cónyuges en orden a la formación y perfeccionamiento progresivo del hombre interior, de modo que por medio de este consorcio mutuo de vida crezcan de día en día en las virtudes y, sobre todo, crezcan en el verdadero amor de Dios y del prójimo, de que, en fin de cuentas, penden la Ley y los Profetas. 0 sea, que todos, cualesquiera que sean su condición y el género honesto de vida que lleven, pueden y deben imitar ese ejemplo absoluto de santidad propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Nuestro Señor, y, con la ayuda de Dios, llegar incluso a la más alta cima de la perfección cristiana, como atestigua el ejemplo de muchos santos.

24. Esta mutua conformación interior de los esposos, este constante anhelo de perfeccionarse recíprocamente, puede incluso llamarse, en un sentido pleno de verdad, como enseña el Catecismo Romano, causa y razón primaria del matrimonio, siempre que el matrimonio se entienda no en su sentido más estricto de institución para la honesta procreación y educación de la prole, sino en el más amplio de comunión, trato y sociedad de toda la vida.

c) La obediencia

25. Por este mismo amor deben ir informados los restantes derechos y deberes del matrimonio, de modo que no sólo sea ley de justicia, sino también norma de caridad, aquello del Apóstol: Satisfaga el marido su débito a la mujer; e igualmente, la mujer al marido.

26. Consolidada, por último, la sociedad doméstica con el vínculo de este amor, es necesario que florezca en ella lo que San Agustín llama jerarquía del amor. Jerarquía que comprende tanto la primacía del varón sobre la esposa y los hijos cuanto la diligente sujeción y obediencia de la mujer, que recomienda el Apóstol en estas palabras: Estén sujetas las mujeres a sus maridos como al Señor, pues que el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia.

27. Esta obediencia no niega, sin embargo, ni suprime la libertad que con pleno derecho corresponde a la mujer, tanto por la dignidad de la persona humana, cuanto por sus nobilísimas funciones de esposa, de madre y de compañera; ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera apetencias del marido, menos conformes acaso con la condición y dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que la mujer haya de estar equiparada a las personas calificadas en derecho de menores, a las que no suele concederse el libre ejercicio de sus derechos o por insuficiente madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos humanos; sino que prohíbe aquella exagerada licencia que no se cuida del bien de la familia, prohíbe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la cabeza con grave daño y con próximo peligro de ruina. Porque, si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe reivindicar para sí como propia la primacía del amor.

28. Esta obediencia de la esposa al marido, además, puede ser diversa cuanto al grado y al modo, conforme las diversas circunstancias de personas, lugares y tiempos; es más, si el marido faltare a sus obligaciones, corresponde a la esposa hacer sus veces en la dirección de la familia. Pero torcer o destruir la estructura misma de la familia y su ley principal, constituida y confirmada por Dios, eso no es lícito ni tiempo ni en lugar alguno.

29. Muy sabiamente enseña nuestro predecesor León XIII sobre el mantenimiento de este orden entre la esposa y el marido, en su citada encíclica sobre el matrimonio cristiano: «El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer; la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, deberá someterse y obedecer al marido no como esclava, sino como compañera, de modo que jamás estén ausentes de la prestación de esta obediencia ni la honestidad ni la dignidad. Sea el amor divino el perpetuo moderador del deber de cada uno, tanto del que manda cuanto de la que obedece, ya que ambos son imágenes, el uno de Cristo y la otra de la Iglesia» .

30. En el bien de la fidelidad, por consiguiente, van implicadas unidad, castidad, amor y obediencia noble y honesta, que en la diversidad de sus nombres encierra otros tantos beneficios de los cónyuges y del matrimonio, y en los cuales se sustenta sobre seguro y se desarrollan la paz, la dignidad y la felicidad conyugal. No es extraño, por tanto, que la fidelidad se haya contado siempre entre los más excelsos y peculiares bienes del matrimonio.

C) El sacramento

31. La totalidad de estos bienes, sin embargo, se completa y, diríamos, culmina en ese bien del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín, hemos llamado sacramento, con la que se expresa no sólo la indisolubilidad del vínculo, sino también la elevación y consagración del contrato, operadas por Cristo, a signo eficaz de gracia.

a) Refuerza la indisolubilidad

32. Es el mismo Cristo, en primer lugar, quien urge la indisolubilidad del pacto nupcial, diciendo: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe; y: Todo el que repudia a su esposa y toma otra, adultera; y adultera el que toma a la repudiada por su marido.

33. En esta indisolubilidad funda San Agustín lo que llama bien del sacramento en estas claras palabras: «En el sacramento [se atiende] a que el matrimonio no se desuna y el abandonado o la abandonada no se una a otro ni siquiera por razón de la prole».

34. Firmeza inviolable, que se extiende, aunque no con la misma y perfectísima medida en cada caso, a todos los verdaderos matrimonios; pues aquello del Señor: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, dicho del matrimonio de los primeros padres, prototipo de todo matrimonio futuro, debe necesariamente y en absoluto entenderse de todos los verdaderos matrimonios. Pues, aun cuando antes de Cristo se atemperara la sublimidad y severidad de la primitiva ley, hasta el punto de que Moisés llegó a permitir a ciudadanos del propio pueblo de Dios, en determinadas causas y conforme a la dureza de corazón de los mismos, dar el libelo de repudio, Cristo revocó, en virtud de su potestad de supremo Legislador, esta licenciosa tolerancia y restauró íntegramente la ley primitiva con aquellas palabras que jamás deberán echarse en olvido: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Por ello, nuestro predecesor Pío VI, de feliz recordación, dirigiéndose al obispo de Agri, escribe sabiamente: «Con lo cual queda claro que el matrimonio, aun en su mismo estado de naturaleza y mucho antes, desde luego, de haber sido elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios de modo que comportara un nexo perpetuo e indisoluble, que, por tanto, ninguna potestad civil puede desatar. Pese, pues, a que la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como ocurre entre los infieles, todavía en un matrimonio tal, siempre que sea verdadero matrimonio, debe persistir, y persiste en absoluto, ese nexo perpetuo que desde su primer origen, y por ley divina, el matrimonio lleva implícito, y que no se somete a potestad civil alguna. Más aún: sea cualquiera el matrimonio que se dice contraerse, o se contrae de forma que constituya verdadero matrimonio, y entonces lleva adjunto ese nexo perpetuo implicado por ley divina en todo matrimonio, o se le supone contraído sin ese nexo perpetuo, y entonces no es matrimonio, sino una unión ilícita, contraria por su objeto a la ley divina, y que, por lo mismo, ni puede realizarse ni debe mantenerse».

35. Y si esta firmeza parece sujeta a excepción, sumamente rara, como ocurre en algunos matrimonios naturales contraídos exclusivamente entre infieles o, si entre cristianos, en matrimonios ratos, pero todavía no consumados, tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de cualquier otro poder meramente humano, sino del derecho divino, cuya única depositaria e intérprete es la Iglesia de Cristo. Pero ninguna facultad de esta índole ni por ninguna razón podrá recaer jamás sobre el matrimonio rato y consumado. Pues en éste, así como el pacto marital queda plenamente realizado, así también resplandece, por disposición de Dios, la máxima firmeza e indisolubilidad, que no puede ser relajada por autoridad alguna de los hombres.

Significación del matrimonio cristiano

36. Y si querernos investigar reverentemente, venerables hermanos, la razón íntima de esa voluntad divina, la encontraremos fácilmente en la significación mística del matrimonio cristiano, que se da plena y perfectamente en el matrimonio consumado entre fieles. Pues, como atestigua el Apóstol en su Epístola a los Efesios, en la que venimos apoyándonos desde el comienzo, el matrimonio de los cristianos representa aquella unión perfectísima que existe entre Cristo y la Iglesia: Este sacramento es grande, pero yo lo digo en Cristo y en la Iglesia; unión que, mientras Cristo viva, y la Iglesia por Él, jamás podrá ser disuelto por separación alguna. Lo que enseña también elocuentemente San Agustín en estas palabras: «Pues esto se observa en Cristo y la Iglesia, que, viviendo los dos eternamente, ningún divorcio puede separarlos. Tan grande es la observancia de este sacramento en la ciudad de nuestro Dios..., esto es, en la Iglesia de Cristo..., que, casándose las mujeres y tomando esposa los hombres para tener hijos, ni siquiera es lícito repudiar a la esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno lo hiciere, será reo de adulterio, no ante la ley de este siglo [en el cual, mediando repudio, se pueden contraer otros matrimonios; lo que también el Señor atestigua que el santo Moisés permitió a los israelitas por la dureza de corazón de éstos], sino ante la ley del Evangelio, como también ella si se casare con otros».

37. Cuántos y cuán grandes beneficios dimanan de la indisolubilidad del matrimonio no puede ignorarlo quien reflexione, siquiera superficialmente, tanto sobre el bien de los cónyuges y de la prole cuanto sobre el bien de la sociedad humana. Y, en primer lugar, los cónyuges tienen en esta firmeza el sello inviolable de perennidad, que tanto reclaman por su misma naturaleza la generosa entrega de la propia persona y la íntima compenetración de las almas, ya que el verdadero amor no reconoce límites. Constituye, además, una firme defensa de la castidad fiel contra los incentivos de la infidelidad, si alguna vez surgieren de dentro o de fuera; se cierra toda entrada al angustioso temor de que el otro cónyuge llegara a separarse en el tiempo de la adversidad o de la vejez, reinando en su lugar una tranquila confianza. De igual manera, se provee con la mayor eficacia a la conservación de la dignidad de uno y otro cónyuge y a la prestación de mutuo auxilio, puesto que el vínculo indisoluble y perpetuo está recordando constantemente a los cónyuges que han contraído un consorcio nupcial, que podrá romper sólo la muerte, no por causa de las cosas caducas ni para servir a las pasiones, sino para procurarse mutuamente unos bienes más altos y eternos. También se atiende del mejor modo posible a la protección y educación de los hijos, que debe prolongarse durante muchos años, puesto que las cargas, graves y durables, de esta obligación son más fácilmente sobrellevadas por los padres aunando sus fuerzas. Y no son menores los bienes que origina a la sociedad humana. La experiencia demuestra, en efecto, que la estabilidad inalterable de los matrimonios es una fuente ubérrima de honestidad de vida y de integridad de costumbres, y que, guardado este orden, la felicidad y la salud públicas están aseguradas, pues la sociedad es tal cuales son las familias y los hombres de que consta, como el cuerpo de miembros. Son, por consiguiente, beneméritos tanto del bien privado de los cónyuges y de la prole cuanto del bien público de la sociedad humana quienes decididamente defienden la inviolable estabilidad del matrimonio.

b) Perfecciona el amor

38. Pero en este bien del sacramento, además de la indisoluble firmeza, se hallan contenidos también otros beneficios mucho más excelsos, exactamente expresados por la palabra misma de sacramento; pues este nombre no es para los cristianos ni vano ni vacío, ya que Cristo Nuestro Señor, «fundador y perfeccionador de los sacramentos», elevando el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo de aquella peculiar gracia interior, por la cual «aquel su amor natural se perfeccionara y se confirmara su indisoluble unidad y los cónyuges se santificaran».

39. Y, puesto que Cristo constituyó como signo de gracia el consentimiento mismo conyugal válido entre los fieles, la condición de sacramento se halla tan íntimamente unida con el matrimonio cristiano, que entre bautizados no puede existir ningún verdadero matrimonio «sin que por lo mismo sea sacramento».
c) Es fuente de gracia

40. Cuando, por consiguiente, los fieles prestan tal consentimiento con ánimo sincero, se abren a sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde pueden sacar las fuerzas sobrenaturales para cumplir fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte sus deberes y obligaciones.

41. Pues este sacramento, en los que, como suele decirse, no ponen óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, es decir, la gracia santificante, sino que también añade dones peculiares, impulsos buenos del alma, gérmenes de gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza para que los cónyuges puedan no sólo entender, sino saborear íntimamente, retener con firmeza, querer eficazmente y llevar a efecto todo lo concerniente al estado conyugal y a sus fines y obligaciones; finalmente, les concede el derecho de pedir el auxilio actual de la gracia, tantas veces cuantas lo necesiten para cumplir los deberes de este estado.

42. Ahora bien: siendo ley de la divina Providencia en el orden sobrenatural que los hombres no recojan el fruto pleno de los sacramentos que reciben después de haber llegado al uso de razón si no cooperan a la gracia, la gracia del matrimonio permanecerá en gran parte como talento inútil, sepultado en la tierra, mientras los cónyuges no ejerciten las fuerzas sobrenaturales y cultiven y hagan desarrollarse las semillas recibidas de la gracia. Mas si, haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán sobrellevar las cargas y cumplir con sus obligaciones, y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por un tan gran sacramento. Pues, conforme enseña San Agustín, así como por el bautismo y el orden el hombre queda destinado y es ayudado, ya para vivir cristianamente, ya para desempeñar el ministerio sacerdotal, respectivamente, sin que jamás se vea destituido del auxilio sacramental de los mismos, casi de igual manera (aunque no en virtud del carácter sacramental) los fieles, una vez unidos por el vínculo del matrimonio, jamás podrán ser privados del auxilio y del vínculo sacramental. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, llevan consigo ese vínculo sagrado aun aquellos que han caído en adulterio, aunque no ya para gloria de la gracia, sino para castigo de su crimen, «igual que el apóstata, que, como apartándose de la unión con Cristo, aun perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe, que recibió con el agua de la regeneración».

43. Estos mismos cónyuges, no encadenados, sino ennoblecidos; no impedidos, sino confortados con este áureo vínculo sacramental, pongan todo su empeño en que su matrimonio, no sólo por la fuerza y significación del sacramento, sino también por su espíritu y comportamiento, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con la Iglesia, que es, en verdad, el venerado misterio de la más perfecta caridad.

d) Resumen

44. Todo lo cual, venerables hermanos, si lo ponderarnos atentamente y con viva fe, si ilustramos con la debida luz estos eximios bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad, el sacramento, nadie podrá menos de admirar la sabiduría, la santidad y la benignidad divina, que proveyó tan copiosamente no sólo a la dignidad y felicidad de los cónyuges, sino también a la conservación y propagación del género humano, que puede procurarse nada más que en la casta y sagrada unión del pacto conyugal.
II. DESCONOCIMIENTO DEL MATRIMONIO A) Introducción

45. Cuanto con mayor satisfacción ponderamos tanta excelencia del matrimonio casto, venerables hermanos, tanto más lamentable estimamos ver esta divina institución, sobre todo en nuestros días, muchas veces despreciada y en muchos lugares vilipendiada.

46. Pues no ya ocultamente y en la oscuridad, sino públicamente, dejado a un lado todo sentido de pudor, tanto de palabra cuanto por escrito, ya en representaciones escénicas de todo género, ya en novelas y narraciones amatorias y festivas, así como en emisiones radiofónicas y, finalmente, por todos los más modernos inventos de la ciencia, se ridiculiza o se menosprecia la santidad del matrimonio; los divorcios, los adulterios, los más torpes vicios de toda índole, son ensalzados o por lo menos pintados con tales colores, que no parece sino que se los quiere presentar limpios de toda culpa e infamia. Y no faltan libros, a los cuales no se teme calificar de científicos, aun cuando realmente muchas veces apenas si tienen un cierto barniz de ciencia, para que encuentren un más fácil camino de infiltración. Y las doctrinas que en ellos se propugnan son presentadas como portentos del más moderno ingenio; de un ingenio que, gloriándose de buscar exclusivamente la verdad, presume de haberse emancipado de todos los viejos prejuicios y que, entre esas anticuadas opiniones, descarta y relega incluso la tradicional doctrina cristiana sobre el matrimonio.

47. E inculcan tales doctrinas a todo género de personas ricos y pobres, trabajadores y patronos, doctos e indoctos, solteros y casados, amantes de Dios y sus enemigos, mayores y jóvenes; sobre todo a éstos, como presas de más fácil captura, se les tienden las peores asechanzas.

48. No todos los partidarios de estas novedosas doctrinas llegan, desde luego, hasta las últimas consecuencias de tan desenfrenada liviandad; hay quienes, empeñados en seguir un camino intermedio, estiman que se debe conceder algo a nuestros tiempos, aunque sólo respecto de ciertos preceptos de las leyes divina y humana. Pero también éstos son emisarios más o menos conscientes de aquel enemigo nuestro que se afana constantemente en sembrar cizaña en los trigales. Nos, por consiguiente, a quien el Padre de familia ha puesto como guardián de su heredad y a quien urge el sacrosanto deber de cuidar que la buena semilla no sea sofocada por los hierbajos dañinos, estimamos que han sido dirigidas a Nos mismo por el Espíritu Santo aquellas gravísimas palabras con que el apóstol San Pablo exhortaba a su amado Timoteo: Pero tú vigila... Cumple con tu ministerio... Predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y doctrina.

49. Y porque, para poder evitar los fraudes del enemigo, es necesario antes descubrirlos y ayuda mucho denunciar sus falacias a los incautos, aunque evidentemente preferiríamos no mencionar siquiera tamañas iniquidades, como conviene a los santos, sin embargo, por el bien y salvación de las almas, no podemos pasarlas totalmente en silencio.

[Falsas teorías sobre la naturaleza del matrimonio]

50. Comenzando, pues, por la fuente de estos males, su principal raíz está en que, según propalan, el matrimonio no es institución del Autor de la naturaleza ni ha sido elevado a la dignidad de sacramento por nuestro Señor Jesucristo, sino que es invención humana. Afirman unos que no han encontrado nada de matrimonio ni en la naturaleza en sí ni en sus leyes, sino sólo una facultad de procrear vida y un vehemente impulso a satisfacerla de cualquier modo; otros, por el contrario, reconocen que en la naturaleza del hombre se hallan ciertos inicios y como gérmenes de verdadero matrimonio, ya que, de no unirse los hombres con algún vínculo estable, no se habría provisto suficientemente a la dignidad de los cónyuges y al fin natural de la propagación y educación de la prole. Pero también éstos enseñan que el matrimonio mismo, puesto que sobrepasa a esos gérmenes, por el concurso de causas diversas, es invención exclusiva de la mente humana, institución exclusiva de la voluntad de los hombres.

51. Cuán grave sea el error de todos éstos, sin embargo, y cuán torpemente se apartan de la honestidad, consta ya por lo que hemos expuesto en esta encíclica acerca del origen y naturaleza del matrimonio, de los fines y bienes inherentes al mismo. Pero se manifiesta también lo perniciosas que son estas falsedades en las consecuencias que sus propios defensores deducen de ellas: que las leyes, las instituciones y las costumbres por que se rige el matrimonio, pues que tienen su origen en la sola voluntad de los hombres, a ella sola están sometidas, y por ello no sólo pueden, sino que deben ser instituidas, modificadas y abrogadas al arbitrio de los hombres y según las vicisitudes de las cosas humanas; que la potencia engendradora, puesto que se funda sobre la naturaleza misma, no sólo es más sagrada, sino también más amplia que el matrimonio, y por ello puede ejercitarse tanto fuera como dentro del claustro conyugal, aun sin cuidarse de los fines del matrimonio, o sea, como si el libertinaje de una mujer impúdica gozara casi de los mismos derechos que la casta maternidad de la esposa legítima.

52. Apoyándose en estos principios, algunos han llegado a inventar nuevos modos de unión, acomodados, según dicen, a las actuales circunstancias de personas y tiempos, que presentan como otras tantas especies de matrimonio: uno temporal, otro a prueba, otro amistoso, que se arrogan la plena licencia y los derechos todos del matrimonio, pero suprimido el vínculo indisoluble y excluida la prole, a no ser que las partes convirtieran después su unión y modo de vida en matrimonio de pleno derecho.

53. Más aún: hay quienes pretenden e insisten en que estas monstruosidades sean aprobadas por las leyes o que, por lo menos, sean excusadas por los públicos usos e instituciones de los pueblos, sin ni siquiera detenerse a pensar que tales abusos nada tienen en absoluto de esa moderna cultura, de que tanto blasonan, sino que constituyen, por el contrario, nefandas aberraciones, que harían volver, incluso a los pueblos civilizados, a los bárbaros usos de ciertos pueblos salvajes.
B) Vicios que se oponen a cada uno de los bienes del matrimonio a) Atentados contra la prole

54. Y, comenzando ya, venerables hermanos, la exposición de los vicios que se oponen a cada uno de los bienes del matrimonio, hablaremos, en primer lugar, de la prole, que muchos se atreven a motejar de molesta carga del matrimonio y mandan evitar cuidadosamente a los cónyuges, no mediante una continencia honesta (permitida también en el matrimonio, previo consentimiento de ambos cónyuges), sino pervirtiendo el acto de la naturaleza. Criminosa licencia, que se arrogan unos porque, hastiados de prole, tratan sólo de satisfacer sin cargas su voluptuosidad, y otros alegando que ni pueden guardar continencia ni admitir prole por dificultades propias, o de la madre, o de la hacienda familiar.

55. No existe, sin embargo, razón alguna por grave que pueda ser, capaz de hacer que lo que es intrínsecamente contrario a la naturaleza se convierta en naturalmente conveniente y decoroso. Estando, pues, el acto conyugal ordenado por su naturaleza a la generación de la prole, los que en su realización lo destituyen artificiosamente de esta fuerza natural, proceden contra la naturaleza y realizan un acto torpe e intrínsecamente deshonesto.

56. No es extraño, por consiguiente, que hasta las mismas Sagradas Escrituras testifiquen el odio implacable con que la divina Majestad detesta, sobre todo, este nefando crimen, habiendo llegado a castigarlo a, veces incluso con la muerte, según recuerda San Agustín: «Porque se cohabita ilícita y torpemente incluso con la esposa legítima cuando se evita la concepción de la prole. Lo cual hacía Onán, hijo de Judas, y por ello Dios lo mató».

[Las prácticas anticoncepcionistas]

57. Puesto que algunos, apartándose manifiestamente de la doctrina cristiana, enseñada ya desde el principio y sin interrupción en el tiempo, han pretendido recientemente que debía implantarse solemnemente una doctrina distinta sobre este modo de obrar, la Iglesia católica, a quien Dios mismo ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, en medio de esta ruina de las mismas, para conservar inmune de esta torpe lacra la castidad de la alianza conyugal, como signo de su divina misión, eleva su voz a través de nuestra palabra y promulga de nuevo que todo uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza natural de procrear vida, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y quienes tal hicieren contraen la mancha de un grave delito.

58. En virtud de nuestra suprema autoridad y cuidado de la salvación de las almas de todos, amonestamos, por consiguiente, a los sacerdotes confesores y a los demás que tienen cura de almas que no consientan que los fieles a ellos encomendados vivan en error acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que procuren mantenerse ellos mismos inmunes de falsedades de esta índole ni por concepto alguno contemporicen jamás con ellas. Si confesor o pastor de almas indujere él mismo, ¡Dios nos libre de ello!, a tales errores a los fieles a su cargo, ya con su aprobación, ya con un doloso silencio, sepa que él habrá de rendir estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de la traición de su ministerio, y considere que fueron dichas para él aquellas palabras de Cristo: Son ciegos y guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo.

59. No pocas veces se alegan en defensa del uso abusivo del matrimonio causas ficticias o exageradas –y no vamos a hablar de las deshonestas–. Pero la Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y siente profundamente cuanto se refiere a la salud y a la vida de la madre en peligro. ¿Quién podrá ver esto sin compadecerse? ¿Quién no se sentirá movido por la más profunda admiración al ver a una madre entregándose con una fortaleza heroica a una muerte casi segura para conservar la vida de la prole una vez concebida? Sólo Dios, opulencia y misericordia suma, será capaz de premiar suficientemente los sufrimientos que a ella le impone este deber de naturaleza, y le dará, sin duda, la medida no sólo plena, sino colmada.

60. Sabe perfectamente también la santa Iglesia que no pocas veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo padece, cuando por una causa de extrema gravedad permite una perversión del recto orden, sin quererla él mismo, quedando por esto sin culpa, siempre que aun en ese caso tenga presente la ley de la caridad y procure apartar y alejar al otro del pecado. Tampoco puede decirse que procedan contra naturaleza aquellos cónyuges que hacen uso de su derecho de un modo recto y natural, aun cuando, por causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no pueda nacer de ello nueva vida. Pues existen también, tanto en el matrimonio mismo cuanto en el uso del derecho conyugal, fines secundarios, cuales son la mutua ayuda, el fomento del amor recíproco y el sosiego de la concupiscencia, cuya consecución no está prohibida en modo alguno a los cónyuges, con tal de que quede a salvo la intrínseca naturaleza del acto y, por consiguiente, su debida ordenación al fin primario.

61. Nos contristan, asimismo, profundamente las quejas de aquellos cónyuges que, acosados por la dura necesidad, encuentran enormes dificultades para el sostenimiento de los hijos.

62. Habrá que cuidar, sin embargo, y de la manera más absoluta, que las condiciones funestas de las cosas externas no originen un error mucho más funesto todavía. No puede surgir dificultad alguna capaz de derogar la obligación impuesta por los mandamientos de la ley de Dios, que prohíbe los actos por su íntima naturaleza malos. Cualesquiera que sean las circunstancias, siempre será posible a los cónyuges, robustecidos por la gracia de Dios, cumplir fielmente con su cometido y conservar en el matrimonio la castidad limpia de esa torpe mancha; pues subsiste firme la verdad de la fe cristiana, expresada por el magisterio del concilio Tridentino: «Nadie [debe] hacer uso de aquella opinión temeraria y anatematizada por los Santos Padres de que el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible para el hombre justificado. Puesto que Dios no manda imposibles, sino que mandando te exhorta no sólo a que hagas lo que puedas, sino también a que pidas lo que no puedas, y te ayuda para que puedas». Y esta misma doctrina ha sido de nuevo solemnemente preceptuada por la Iglesia y confirmada en la condenación de la herejía jansenista, que se atrevió a blasfemar de la bondad de Dios de esta manera: «Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y afanándose, dadas las fuerzas actuales de que disponen, no pueden cumplir; les falta también la gracia con que se hagan posibles».

[Las prácticas abortivas]

63. Y tenemos que tocar todavía, venerables hermanos, otro delito gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole encerrada en el claustro materno. Pretenden unos que esto sea permitido y que quede al beneplácito de la madre o del padre; otros, por el contrario, lo estiman ilícito, a no ser que concurran motivos graves, a que dan el nombre de indicación médica, social o eugenésica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales, que prohíben la muerte de la prole engendrada y no nacida todavía, exigen que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de toda pena el tipo de indicación que cada cual defiende. Más aún: no faltan quienes pidan el concurso de los magistrados públicos en estas intervenciones mortíferas, que, ¡oh dolor!, son sumamente frecuentes en algunas partes, como es sabido de todos.

64. Respecto de la indicación médica y terapéutica –para emplear sus propias palabras–, ya hemos dicho, venerables hermanos, cuánta compasión nos inspira la madre a que por oficio de naturaleza amenazan peligros graves de salud, incluso de la vida; pero ¿qué podrá jamás excusar en modo alguno la muerte directa del inocente? Y de ésta se trata aquí. Se la infiera a la madre o a la prole, está contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza: ¡No matarás! La vida de ambos es igualmente sagrada, y ni siquiera la autoridad pública estará facultada jamás para conculcarla. Es un desacierto total querer deducir esto contra los inocentes del derecho de espada, que cabe exclusivamente contra los reos; no vale aquí tampoco el derecho de cruenta defensa contra el injusto agresor (pues ¿quién llamará agresor injusto a un inocente párvulo?); ni asiste «derecho –según lo llaman– de extrema necesidad» alguno por el cual se pueda llegar hasta procurar directamente la muerte del inocente. Trabajan laudablemente, por tanto, los médicos probos y expertos en la defensa y conservación de ambas vidas, la de la madre y la de la prole; se mostrarán, en cambio, indignos en sumo grado del noble nombre y fama de médicos cuantos, bajo pretexto de medicinar o movidos por una falsa misericordia, llevaran a la muerte a una o a otra.

65. Todo esto está plenamente de acuerdo con las severas palabras del Obispo de Hipona cuando reprende a los cónyuges desnaturalizados que tratan de evitar la prole y, cuando no tienen éxito, no temen exterminarla criminalmente: «Algunas veces –dice– llega hasta el punto esta libidinosa crueldad o cruel libido, que incluso se procura venenos de esterilidad, y si de nada le sirven, extingue y disuelve dentro de las vísceras los fetos concebidos, prefiriendo que su descendencia perezca antes que viva, o, si ya vivía en el útero, matarla antes de nacer. Si los dos son tales, no son cónyuges en absoluto; y, si lo fueran desde el principio, no se unieron por el matrimonio, sino más bien por el estupro; y, si no son tales los dos, entonces me atrevo a decir o que ella es, en cierto modo, meretriz del marido, o él adúltero de su esposa».

66. Lo que suele aducirse en pro de la indicación social y eugenésica puede y debe tenerse en cuenta si los medios son honestos y dentro de ciertos límites; pero querer proveer a las necesidades en que se funda dando muerte a inocentes, es opuesto y contrario al precepto divino, promulgado en estas palabras apostólicas: No se deben hacer males para que vengan bienes.

67. Finalmente, no es lícito olvidar a los que gobiernan las naciones o dictan sus leyes que es obligación de la autoridad pública defender, con las adecuadas leyes y penas, la vida de los inocentes, y esto tanto más cuanto menos pueden defenderse por sí mismos aquellos cuya vida es puesta en peligro y atacada, entre los cuales se hallan en primer lugar, sin duda alguna, los infantes encerrados en las entrañas maternales. Y si los funcionarios públicos no sólo no defienden a estos pequeñuelos, sino que con sus leyes y disposiciones permiten, más aún, los ponen para ser muertos en manos de médicos o de otros cualesquiera, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre del inocente, que desde la tierra está clamando al cielo.

[Derecho del hombre a contraer matrimonio]

68. Es necesario condenar, por último, aquella perniciosa práctica que afecta de una manera inmediata al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero que también toca por una verdadera razón a la prole. Hay quienes, en efecto, demasiado solícitos de los fines eugenésicos, no sólo dan ciertos consejos idóneos para procurar con mayor seguridad la salud y el vigor de la prole futura –lo que verdaderamente no es contrario a la recta razón–, sino que anteponen el fin eugenésico a cualquiera otro, incluso de orden más alto, y pretenden que la autoridad pública prohíba el matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su teoría, estiman que habrán de dar una prole defectuosa y enferma por transmisión hereditaria, aun cuando aquellos sean de por sí aptos para el matrimonio. Más aún: aspiran a que, incluso contrariando su voluntad, se les prive de dicha natural facultad por la ley a informe del médico; y esto no para la aplicación por la autoridad de una pena cruenta por un delito cometido o para precaver crímenes futuros, sino contra toda ley y derecho, con una facultad que se arrogan los magistrados civiles, la cual jamás tuvieron ni pueden tener legítimamente.

69. Cuantos proceden así, criminosamente olvidan que es más santa la familia que el Estado y que los hombres ante todo no se engendran para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ningún modo indudablemente es lícito inculpar gravemente por el hecho de contraer matrimonio a unos hombres que, no obstante, capaces por lo demás, y pese a todos sus cuidados y diligencia, se conjetura que sólo podrán tener una descendencia defectuosa, por más que muchas veces se deba disuadirlos del matrimonio.

70. Los magistrados públicos, sin embargo, no tienen potestad alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego ni por razones eugenésicas ni por ningunas otras pueden jamás directamente lesionar ni tocar la integridad corporal cuando no existe culpa ni causa alguna de pena cruenta. Esto mismo enseña Santo Tomás de Aquino cuando, al investigar sobre si los jueces humanos pueden afligir con algún mal a una persona para precaver males futuros, dice que sí respecto de cierta clase de males, pero lo niega, con justa razón y derecho, respecto de la lesión corporal: «Jamás, según el juicio humano, debe uno ser castigado, sin culpa, con pena de azote para privarle de la vida, mutilarlo o herirlo».

71. Por lo demás, la doctrina cristiana enseña, y consta por la misma luz de la razón natural, que las propias personas privadas no tienen otro dominio sobre los miembros de su cuerpo fuera del que corresponde a los fines naturales de los mismos, ni pueden destruirlos o mutilarlos e inutilizarlos por cualquier otro procedimiento para sus funciones naturales, a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera el bien de todo el cuerpo.

b) Atentados contra la fidelidad

72. Pasando ya al segundo capítulo de errores referentes a la fidelidad del matrimonio, todo el que peca contra la prole, peca consiguientemente también contra la fidelidad del matrimonio, puesto que uno y otro bien del matrimonio guardan conexión entre sí. Pero hay que enumerar particularmente, además, otros tantos capítulos de errores y corruptelas contra la fidelidad del matrimonio cuantas son las virtudes domésticas que comprende dicha fidelidad; a saber: la casta fidelidad de ambos cónyuges, la honesta obediencia de la esposa al marido y, finalmente, el firme y mutuo amor entre ambos.

73. Corrompen en primer lugar, por consiguiente, la fidelidad quienes piensan que se debe contemporizar con las opiniones y costumbres de estos tiempos sobre cierta falsa y nada inofensiva amistad con extraños, y afirman que hay que conceder a los cónyuges una mayor libertad de sentimientos y de trato en estas mutuas relaciones, y esto tanto más cuanto que (según pretenden) no pocos tienen una condición sexual congénita que no puede satisfacerse dentro de los estrechos límites del matrimonio monogámico. Por lo cual tildan de anticuada estrechez de entendimiento y de corazón, o de abyecta y vil envidia o celos, aquel rígido hábito de los cónyuges honestos que condena y rechaza todo afecto y acto libidinoso con extraños; y, por tanto, pretenden que son nulas o que deben ser anuladas cuantas leyes penales establece la sociedad civil sobre la observancia de la fidelidad conyugal.

74. El noble sentimiento de los esposos castos reprueba enérgicamente de hecho y desprecia, aun guiado por la sola naturaleza, tales invenciones como vanas y torpes; y esta voz de la naturaleza se halla indudablemente aprobada y confirmada tanto por el mandato de Dios: No fornicarás, cuanto aquel de Cristo: Quienquiera que mire a una mujer para desearla, ya ha adulterado en su corazón. Y no habrá costumbre humana o ejemplo depravado ni especie alguna de progreso de la humanidad que pueda debilitar jamás la fuerza de este precepto divino. Pues igual que es uno y el mismo Jesucristo ayer, hoy y por todos los siglos, así permanece una y la misma la doctrina de Cristo, de la que no caerá ni siquiera un ápice hasta que todo se cumpla.

[Emancipación de la mujer]

75. Cuantos de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad conyugal, esos mismos maestros de errores tiran también fácilmente por tierra la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido. Incluso muchos de éstos vociferan todavía con mayor audacia que la sujeción de un cónyuge al otro es una indignidad; que los derechos de los cónyuges son todos iguales, y con la mayor presunción proclaman que, al ser violados con la servidumbre de uno, ya se ha operado o debe operarse una cierta emancipación de la mujer. Y distinguen tres tipos de emancipación, según que tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la evitación o extinción de la prole, llamándolas social, económica y fisiológica; fisiológica, en cuanto pretenden que las mujeres, a su arbitrio, sean libres o deba dejárselas libres de las cargas conyugales o maternales propias de la esposa (ya hemos dicho suficientemente que esto no es emancipación, sino un horrendo crimen); económica, pues defienden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos, administrarlos, haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; finalmente, social, porque tratan de apartar de la mujer los cuidados domésticos, tanto de los hijos cuanto de la familia, a fin de que, abandonados aquéllos, pueda entregarse a sus aficiones y dedicarse a asuntos y negocios incluso públicos.

76. Pero ni ésta es una verdadera emancipación de la mujer ni aquélla libertad concordé con la razón, y llena de dignidad, que se debe a la misión de mujer y de esposa cristiana y noble; antes bien, es corrupción de la feminidad y de la dignidad de madre y perversión de toda la familia, en que el marido se ve privado de la esposa; los hijos, de la madre, y la casa y la familia toda, de su custodio siempre vigilante. Más aún: esta falsa libertad y antinatural igualdad con el marido se vuelve en daño de la mujer misma, ya que, si la mujer desciende de la sede verdaderamente regia a que, dentro de los muros del hogar, ha sido elevada por el Evangelio, no tardará (si no en la apariencia, sí en la realidad) en caer de nuevo en la vieja esclavitud y volverá a ser, como lo fue entre los gentiles, un mero instrumento del hombre.

77. Esa igualdad de derechos, que tanto se exagera y pregona, debe admitirse, sin duda alguna, en todo aquello que corresponde a la persona y a la dignidad humanas y en las cosas que son consecuencia del pacto nupcial y son inherentes al matrimonio; es incuestionable que en estas cosas los dos cónyuges gozan de los mismos derechos y tienen las mismas obligaciones; en lo demás debe reinar cierta desigualdad y moderación, que postulan el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad doméstica y del orden.

78. Pero si en alguna parte, a causa de los diferentes usos y costumbres sociales, deben cambiarse algún tanto las condiciones sociales y económicas de la mujer casada, corresponde a la autoridad pública acomodar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de estos tiempos, pero teniendo siempre en cuenta lo que reclama la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia, y siempre también que quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, que ha sido establecido por una autoridad y sabiduría más alta que la humana, o sea, por la divina, y que no puede ser alterado ni por las leyes públicas ni por convenios privados.

79. Pero los más modernos enemigos del matrimonio van todavía más lejos, por cuanto sustituyen el amor verdadero y constante, fundamento de la felicidad conyugal y de la felicidad íntima, por una ciega coincidencia temperamental y una conformidad de caracteres, a que llaman simpatía; cesando la cual, sostienen, se relaja y disuelve el único vínculo que liga los ánimos. ¿Qué es esto sino construir sobre la arena? Tan pronto como el edificio fuere azotado por los vientos de la adversidad, dice Cristo Nuestro Señor que será socavado constantemente y acabará por tierra: Y soplaron los vientos y azotaron aquella casa, y se vino abajo, y fue grande su ruina. En cambio, el edificio que se hubiere levantado sobre roca, es decir, sobre el mutuo amor de los esposos, y consolidado por la unión deliberada y constante de las almas, no habrá adversidad que lo conmueva ni mucho menos que llegue a derribarlo.

c) Atentados contra el sacramento

80. Hasta aquí, venerables hermanos, hemos defendido los dos primeros bienes del matrimonio cristiano, sin duda importantísimos, que tanto combaten los enemigos de la sociedad contemporánea. Mas como el tercer bien, esto es, el sacramento, supera con mucho a los otros dos, nada de extraño tiene que veamos esta excelencia atacada por aquellos mismos por encima de todo y con particular encono. Sostienen, en primer lugar, que el matrimonio es asunto totalmente profano y civil exclusivamente, y que de ninguna manera debe hallarse sometido a una sociedad religiosa, la Iglesia de Cristo, sino al Estado; y en tal caso añaden que la alianza conyugal debe ser liberada de todo vínculo indisoluble, y no sólo toleradas, sino autorizadas por la ley las separaciones o divorcios de los cónyuges, con lo que, finalmente, ocurrirá que, despojado de toda su santidad, el matrimonio vendrá a enumerarse entre los asuntos profanos y civiles.

81. Hacen consistir lo primero en que se considere como verdadero contrato nupcial el solo acto civil (y lo llaman matrimonio civil); el acto religioso vendría a ser como un aditamento, permisible a lo sumo al vulgo supersticioso. Pretenden, además, que se autorice sin restricciones los matrimonios mixtos entre católicos y acatólicos, sin tener en cuenta para nada la religión y sin solicitar el consentimiento de la autoridad religiosa. Lo segundo, que es consecuencia, consiste en excusar los divorcios perfectos y en elogiar y fomentar las leyes civiles que favorecen la disolución del vínculo.

82. Puesto que lo que ha de destacarse acerca del carácter religioso de todo matrimonio, y especialmente del matrimonio y del sacramento cristiano, se halla tratado extensamente y demostrado con graves argumentos en la carta encíclica de León XIII, que hemos mencionado tantas veces y que también hemos hecho nuestra expresamente, a ella nos remitimos aquí, y estimamos que son muy pocas cosas las que deben recordarse aquí.

83. Aun ateniéndonos a la sola razón natural, sobre todo si se estudian los documentos de la historia antigua, si se interroga a la conciencia constante de los pueblos, si se consultan las instituciones y costumbres de todas las naciones, consta suficientemente que hasta en el mismo matrimonio natural hay algo de sagrado y religioso, «no adventicio, sino congénito; no recibido de los hombres, sino implicado en la naturaleza», ya que «tiene a Dios por autor y ha sido ya desde el principio mismo una cierta imagen de la encarnación del Verbo divino». Porque esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan íntimamente ligada con la religión y con el orden de las cosas sagradas, surge simultáneamente tanto de aquel origen divino, antes recordado, cuanto del fin de engendrar y educar para Dios la descendencia, como también para unir a los cónyuges con Dios mediante un cristiano amor y la ayuda mutua; cuanto, finalmente, del mismo natural oficio del matrimonio, instituido por la mente providentísima de Dios Creador para ser como un vehículo transportador de vida, mediante el cual los padres sirven como auxiliares de la omnipotencia divina. A esto viene a añadirse un nuevo título de dignidad, derivada del sacramento, en virtud de la cual el matrimonio cristiano es ennoblecido sobremanera y elevado a una tan grande excelencia, que haya sido visto por el Apóstol como misterio grande, en todo honorable.

84. Este carácter religioso del matrimonio y su excelsa significación de la gracia y de la unión entre Cristo y la Iglesia exige de los prometidos una santa reverencia y un santo afán para que el matrimonio que van a contraer imite lo más posible aquel modelo.

85. Pero dejan mucho que desear en esta materia, y a veces con peligro de la salvación eterna, los que temerariamente contraen matrimonios mixtos de los que el maternal amor de la Iglesia retrae a los suyos por causas gravísimas, según aparece en muchos documentos, comprendidos en aquel canon del Código que establece lo siguiente: «La Iglesia prohíbe severísimamente en todas partes que se contraiga matrimonio entre dos personas bautizadas de las cuales una sea católica y la otra adscrita a una secta herética o cismática; y, si hay peligro de perversión del cónyuge católico y de la prole, el matrimonio está vedado incluso por ley divina». Y aunque a veces la Iglesia, atendidas las circunstancias de tiempos, cosas y personas (a salvo siempre el derecho divino y, mediante las oportunas cautelas, eliminado, en la medida de lo posible, el peligro de perversión), no rehúsa la dispensa, difícilmente, sin embargo, podrá ocurrir que el cónyuge católico no reciba algún daño a causa de estas nupcias.

86. De donde resulta no pocas veces en la descendencia la lamentable defección de la religión o, por lo menos, la peligrosa caída en esa negligencia o, según la llaman, indiferencia religiosa, lindante con la infidelidad y la impiedad. Unese a esto que en los matrimonios mixtos se hace mucho más difícil esa conformación de las almas que debe imitar el misterio antes recordado, o sea, la arcana unión de la Iglesia con Cristo.

87. Fácilmente faltará, en efecto, la estrecha unión de las almas, que, como signo y nota de la Iglesia de Cristo, conviene que sea igualmente signo, esplendor y ornato del matrimonio cristiano. Ya que suele romperse o, por lo menos, relajarse el vínculo de las almas allí donde hay disconformidad de pareceres y diversidad de voluntades acerca de aquellas cosas últimas y supremas que el hombre venera, esto es, acerca de las verdades y sentimientos religiosos. Por ello el peligro de que languidezca el amor entre los cónyuges e igualmente de que se destruyan la paz y la felicidad de la sociedad doméstica, que nace principalísimamente de la unidad de los corazones. Pues, como ya había definido desde tantos siglos el antiguo derecho romano, «matrimonio es la unión del hombre y de la mujer y el consorcio de toda la vida y comunicación del derecho divino y humano» .
[El divorcio]

88. Pero lo que sobre todo impide, como ya hemos dicho, venerables hermanos, esta restauración y perfección del matrimonio, instituida por Cristo Nuestro Redentor, es la facilidad, de día en día creciente, de los divorcios. Más aún: los propulsores del neopaganismo, nada conocedores de la triste realidad de las cosas, arremeten cada día con mayor crudeza contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra las leyes que la favorecen y propugnan que se decrete la licitud de los divorcios a fin de que suceda una ley nueva y más humana a las leyes anticuadas.

89. Y presentan éstos muchas y diferentes causas de divorcio, fundadas unas en vicio o culpa de las personas; otras, en las cosas (llamadas aquéllas subjetivas, y éstas, objetivas); en fin, todo lo que hace más áspera e ingrata la comunidad indivisible de vida. Y pretenden demostrar, además, estas causas y leyes por muchas razones: en primer lugar, por el bien de ambos cónyuges, sea que uno de ellos es inocente, y por ello goza del derecho de separarse del culpable; sea que es reo de crímenes, y por lo mismo debe ser separado de una unión desagradable y forzada; en segundo lugar, por el bien de la prole, que se ve privada de la recta educación o desaprovecha los frutos de la misma, ya que con suma facilidad, padeciendo ofensa con las discordias de los padres y con otros malos ejemplos, se aparta del camino de la virtud; finalmente, por el bien común de la sociedad, que exige, primero, que se extingan por completo aquellos matrimonios que ya no sirven para conseguir lo que la naturaleza tiene por objeto; y luego, para que se dé facultad legal de separarse a los cónyuges, tanto para evitar crímenes fácilmente de temer en la convivencia y unión de unos cónyuges tales cuanto para que los tribunales de justicia y la autoridad de las leyes no se tengan de día en día en menos estima, ya que los cónyuges, para obtener la deseada sentencia de divorcio, o cometerán deliberadamente crímenes, en virtud de los cuales el juez puede según la ley disolver el vínculo, o mentirán y perjurarán insolentemente ante el juez que los han cometido, aunque dicho juez vea claramente la verdad de las cosas. Por lo cual se dice que las leyes tendrán que acomodarse a todas estas necesidades y a las diferentes condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres y a las instituciones y costumbres de las naciones; razones que, tomadas una a una, pero sobre todo en su conjunto, demuestran con toda evidencia que, por determinadas causas, debe concederse en absoluto la facultad de divorciarse.

90. Otros, yendo más lejos con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, en cuanto contrato meramente privado, debe dejarse en absoluto, como se hace en los demás contratos privados, igualmente al consentimiento y arbitrio privado de ambos contrayentes, y que, por tanto, puede disolverse por cualquier causa.

91. Pero también contra todas estas insensateces subsiste en pie, venerables hermanos, la ley de Dios, única de toda certeza, ampliamente confirmada por Cristo, y que no podrá ser debilitada ni por decretos de hombres, ni por sufragios de pueblos, ni por voluntad alguna de legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Y Si el hombre llegara, contra todo derecho, a separarlo, ello sería totalmente nulo; con razón, además, según hemos visto más de una vez, ha afirmado el mismo Cristo: Todo el que abandona a su esposa y toma a otra, adultera; y adultera también el que toma a la abandonada por su marido. Y estas palabras de Cristo se refieren a cualquier matrimonio, incluso el solamente natural y legítimo; pues a todo verdadero matrimonio conviene aquella indisolubilidad en virtud de la cual lo que toca a la disolución del vínculo se halla totalmente sustraído al beneplácito de las partes y a toda potestad secular.

92. Debe recordarse igualmente el juicio solemne con que el concilio Tridentino condenó estas doctrinas: «Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede disolverse por herejía, o por molesta cohabitación, o por afectada ausencia, sea anatema»; y: «Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña, según la doctrina evangélica y apostólica, que, a causa del adulterio de uno de los cónyuges, el vínculo del matrimonio no puede disolverse, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, no puede, viviendo el otro cónyuge, contraer nuevo matrimonio, y que adulteran tanto aquel que, abandonada la adúltera, toma a otra, cuanto aquella que, abandonado el adúltero, se casare con otro, sea anatema».

93. Si la Iglesia, por consiguiente, no erró ni yerra cuando enseñó y enseña esto y, por lo mismo, es absolutamente cierto que el vínculo matrimonial no puede ser disuelto ni siquiera por el adulterio, es claro que las restantes causas de divorcio que suelen alegarse pesan mucho menos y no debe concedérseles importancia alguna.

[Remedios y consecuencias]

94. Por lo demás, las objeciones contra la indisolubilidad del matrimonio antes presentadas y deducidas de tres capítulos tienen fácil solución. Pues todos esos inconvenientes se evitan y se ahuyentan los peligros con sólo permitir, en tales extremas circunstancias, la separación imperfecta de los cónyuges, es decir, quedando incólume e íntegro el vínculo, y que la misma ley de la Iglesia concede en las claras palabras de los cánones que dictaminan sobre la separación de lecho, mesa y habitación. Corresponde a las leyes sagradas, y en parte al menos también a las leyes públicas, conviene a saber: en lo que atañe a las relaciones y efectos civiles, determinar las causas, las condiciones de dicha separación, así como también el modo y las cauciones con que se ha de satisfacer no sólo a la educación de los hijos, sino también a la incolumidad de la familia, y se salvaguarde, en la medida de lo posible, de los daños que puedan amenazarles tanto al cónyuge como a los hijos y aun a la misma sociedad civil.

95. Cuanto suele aducirse para afirmar la indisolubilidad del matrimonio, y que anteriormente hemos tocado, todo y con igual derecho consta que vale ya para excluir la necesidad y el permiso de divorcio, ya para negar la potestad de concederlo a cualquier magistrado; asimismo, cuantos son los preclaros beneficios que reporta la primera, otros tantos son, por el contrario, en la otra parte, los daños, sumamente perniciosos tanto para los individuos cuanto para toda la sociedad humana.

96. Y haciendo uso, una vez más, de la sentencia de nuestro predecesor, casi no hace falta decir que como es de grande la cantidad de bienes que implica la indisoluble firmeza del matrimonio, así lo es la cosecha de males que comporta el divorcio. En efecto, vemos de un lado, por el vínculo inviolable, los matrimonios firmes y seguros; del otro, ante la perspectiva de una posible separación de los esposos o ante la presencia de los peligros mismos del divorcio, las alianzas conyugales inestables o ciertamente carcomidas por angustiosas sospechas. De un lado vemos admirablemente consolidada la benevolencia mutua y la unión de los buenos; del otro, extenuada de manera lastimosa por esa sola posibilidad de hallarse rotas. De un lado, protegida inmejorablemente la casta fidelidad de los cónyuges; del otro, presa de los perniciosos incentivos de la infidelidad. De un lado, asegurados con toda eficacia el reconocimiento, la protección y la educación de los hijos; del otro, expuestos aun a los más graves daños. De un lado, cerradas las numerosas puertas de la disensión entre familias y parientes; del otro, campando por doquiera las ocasiones de discordia. De un lado, fácilmente sofocadas las semillas del odio; del otro, sembradas copiosamente y a todos los vientos. De un lado, felizmente restablecidos y recuperados, sobre todo, la dignidad y el cometido de la mujer tanto en la sociedad doméstica cuanto en la civil; del otro, indignamente envilecida, ya que las esposas se hallan expuestas al peligro «de ser abandonadas luego de haber servido al deleite de los maridos».

97. Y, puesto que para perder a las familias, concluyendo con las gravísimas palabras de León XIII, «y para destruir el poderío de los reinos nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones; con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos todos los diques».

98. Por consiguiente, como se lee en esa misma encíclica, «si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a... un peligro y una ruina universal». Todo lo cual, vaticinado ya apenas hace cincuenta años, está sobradamente confirmado por la creciente corrupción de las costumbres y por la inaudita depravación de la familia en aquellas regiones donde domina plenamente el comunismo.

III. LA RESTAURACIÓN DEL AUTÉNTICO MATRIMONIO

99. Hemos admirado hasta aquí, llenos de veneración, venerables hermanos, cuanto acerca del matrimonio ha establecido el Creador y Redentor del género humano, y hemos lamentado al mismo tiempo que un tan piadoso designio de la divina Bondad sea frustrado y conculcado por todas partes en nuestros días por las pasiones, los errores y los vicios de los hombres. Es, por tanto, muy natural que volvamos nuestro ánimo, con una cierta paternal solicitud, a la búsqueda de los remedios oportunos, con cuyo auxilio se hagan desaparecer los perniciosísimos abusos que hemos enumerado y se restituya en todas partes la debida reverencia al matrimonio.

100. A lo que contribuye, en primer lugar, traer a la memoria aquella sentencia de la máxima certeza que tanto en la sana filosofía cuanto sobre todo en la sagrada teología es solemne: que todo lo que se ha desviado del recto orden no puede volver al estado primitivo y congruente con su naturaleza por otro camino que no sea retornando a la razón divina, que –como enseña el Doctor Angélico– es el prototipo de toda rectitud. Por lo cual, nuestro predecesor León XIII, de feliz recordación, atacaba con razón a los naturalistas con estas gravísimas palabras: «La ley ha sido proveída divinamente de modo que las cosas hechura de Dios o de la naturaleza nos resulten tanto más útiles y saludables cuanto con mayor integridad y firmeza conserven su estado originario, puesto que Dios, autor de las cosas, supo muy bien qué convendría a la estructura y conservación de las cosas singulares y las ordenó todas en su voluntad y en su mente de tal manera, que cada cual llegara a tener su más apropiada realización. Ahora bien: si la irreflexión de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más sabias y provechosamente instituidas, o comienzan a convertirse en un obstáculo, o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el camino su poder de ayuda, ya porque Dios mismo quiere castigar la soberbia y el atrevimiento de los mortales».

101. Para restablecer el recto orden en materia conyugal, es necesario, por consiguiente, que todos consideren atentamente cuál es la razón divina del matrimonio y procuren conformarse a ella.

Sumisión del hombre a Dios

102. Pero como a este anhelo se opone sobre todo el indómito poder de la concupiscencia, causa principalísima, en realidad, de los pecados contra las santas leyes del matrimonio, y como el hombre no puede tener sometidas sus pasiones si no se somete él antes a Dios, esto es lo que ante todo se ha de procurar, conforme al orden divinamente establecido. Es ley constante, en efecto, que quien se sometiere a Dios gozará del dominio, con la gracia de Dios, sobre la concupiscencia y los vicios; en cambio, el que fuere rebelde a Dios, tendrá que experimentar y lamentar la declarada guerra interior de las pasiones desatadas. La sabiduría con que se ha establecido esto la expone San Agustín en estos términos: «Esto es, pues, lo que conviene: que lo inferior se someta a lo superior; que quien quiere que se le someta lo que está por bajo de sí, se someta a su vez a lo que está por encima de él. ¡Observa el orden, busca la paz! Tú a Dios, a ti la carne. ¿Qué más justo? ¿Qué más bello? Tú al mayor, a ti el menor; sirve tú a Aquel que te hizo a ti para que te sirva a ti lo que fue hecho para ti. No reconocemos este orden, por el contrario, ni lo recomendamos: A ti la carne, y tú a Dios. Sino: Tú a Dios, y a ti la carne. Porque, si desprecias el Tú a Dios, jamás lograrás que A ti la carne. Tú, que no obedeces a Dios, sufrirás la rebeldía del esclavo».

103. Orden de la Sabiduría divina, que atestigua, inspirado por el Espíritu Santo, el mismo Doctor de las Gentes, pues, al recordar a los sabios antiguos, que, habiendo tenido conocimiento suficiente del Creador del universo, rehusaron adorarlo y reverenciarlo, dice: Por lo cual los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la inmundicia, de modo que causaran injuria a sus cuerpos en sí mismos; y de nuevo: Por lo cual los entregó Dios a ignominiosas pasiones. Pues Dios resiste a los soberbios; en cambio, a los humildes da su gracia, sin la cual, según enseña el mismo Doctor de las Gentes, el hombre es impotente para dominar la rebelde concupiscencia.

104. Por consiguiente, puesto que de ninguna manera pueden ser dominados, como se requiere, los indomables ímpetus de ésta sin que el alma rinda primero humilde obsequio de piedad y reverencia a su Creador, ante todo es necesario que una piedad íntima y verdadera para con Dios penetre totalmente a quienes se unen con el sagrado vínculo del matrimonio, la cual informe toda la vida de los mismos y llene su inteligencia y su voluntad una suma reverencia hacia la majestad de Dios.

105. Proceden, pues, con la máxima rectitud y en la más perfecta conformidad con las normas del sentido cristiano aquellos pastores de almas que exhortan en primer lugar a los cónyuges, para que en el matrimonio no se aparten de la ley de Dios, a ejercicios de piedad, a entregarse por entero a Dios, a implorar asiduamente su protección, a frecuentar los sacramentos, a fomentar y mantener siempre y en todo una devota voluntad para con Dios.

106. Se engañan gravemente quienes, pretiriendo o menospreciando los recursos que exceden a la naturaleza, creen que pueden inducir a los hombres a imponer un freno a los apetitos de la carne con la práctica y los inventos de las ciencias naturales (es decir, de la biología, del estudio de la transmisión hereditaria y otras similares). Y no queremos decir con ello que los medios naturales, siempre que no sean deshonestos, hayan de tenerse en poco, ya que uno mismo es el autor de la naturaleza y de la gracia, Dios, que ha destinado los bienes de ambos órdenes al uso y utilidad de los hombres. Los fieles pueden y deben, en efecto, ayudarse también de los medios naturales; pero se equivocan quienes opinan que basta con éstos para garantizar la castidad del estado conyugal o piensan que hay en los mismos mayor eficacia que en el auxilio de la gracia sobrenatural.

Conocimiento de las leyes divinas

107. Este amoldarse de la convivencia y de las costumbres a las leyes divinas del matrimonio, sin lo cual su restablecimiento no puede ser eficaz, exige que todos puedan discernir de una manera expedita, con firme certeza y sin mezcla de error, cuáles sean tales leyes. Pero nadie dejará de ver a cuántas falacias se abriría la puerta y cuántos errores vendrían a mezclarse con la verdad si esta materia se dejara al examen de cada uno con las solas luces de la razón o si presidiera su estudio una interpretación privada de la verdad revelada. Y, si es indudable que esto tiene lugar ya en otras muchas verdades del orden moral, debe tenerse en cuenta particularmente en lo que atañe al matrimonio, donde el placer libidinoso puede fácilmente irrumpir en la frágil naturaleza humana y engañarla y corromperla; y esto tanto más cuanto que, en la observancia de la ley divina, los esposos tendrán que experimentar a veces situaciones arduas e incluso duraderas, de las cuales, según nos advierte la experiencia, suele el hombre débil servirse como de otros tantos argumentos para eximirse del cumplimiento de la ley de Dios.

108. Para que, por tanto, ilumine las mentes de los hombres y rija sus costumbres no una ficción o una corrupción de la ley divina, sino el verdadero y genuino conocimiento de la misma, es menester que a la piedad para con Dios y al deseo de servirle se añada una sincera y humilde obediencia a la Iglesia. Cristo Nuestro Señor mismo constituyó a la Iglesia en maestra de la verdad incluso en aquellas cosas que tocan al régimen y ordenación de las costumbres, aun cuando muchas de tales cosas no son de suyo inasequibles a la razón humana. Pues Dios, igual que, en lo relativo a las verdades naturales de la religión y de las costumbres, añadió a la luz de la inteligencia humana la revelación a fin de que las que son rectas y verdaderas «pudieran ser conocidas por todos de una manera expedita, con firme certeza y sin mezcla de error aun en la condición presente del género humano», así también, y en orden al mismo fin, constituyó a la Iglesia en maestra de toda verdad sobre religión y costumbres; préstenle, pues, obediencia los fieles y sométanle su inteligencia y voluntad para conservar sus mentes libres de error y de corrupción sus costumbres. Y para no verse privados de un auxilio concedido por Dios con tan liberal benignidad, deben prestar necesariamente esta obediencia no sólo a las definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las demás constituciones y decretos, mediante los cuales se reprueban y condenan algunas opiniones como peligrosas o perversas.

109. Guárdense, por consiguiente, los fieles cristianos, incluso en aquellas cuestiones que hoy se agitan en torno al matrimonio, de confiar demasiado en su propio juicio o dejarse arrastrar por esa falsa libertad o «autonomía», según la llaman, de la razón humana. Es totalmente ajeno de todo verdadero cristiano, en efecto, confiar con tal soberbia en su propio ingenio, que sólo preste asentimiento a lo que llegue a conocer él mismo por razones intrínsecas de las cosas, y estimar a la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, menos conocedora de las cosas y circunstancias actuales, o prestar asentimiento y obediencia también sólo a lo que ella estableciere por medio de las mencionadas definiciones solemnes, como si fuera lícito opinar prudentemente que los restantes decretos o implicaran falsedad o no se apoyaran en motivos suficientes de verdad y honestidad. Por el contrario, es propio de todo cristiano de verdad, docto o indocto, dejarse dirigir y llevar, en todo lo que se refiere a fe y costumbres, por la santa Iglesia de Dios, por medio de su supremo pastor el Romano Pontífice, que es regido por Jesucristo Nuestro Señor.

Instrucción a los fieles

110. Teniendo, pues, que reducirse todas las cosas a la ley y a la mente divina, para que se logre la restauración universal y perpetua del matrimonio es de la mayor importancia instruir convenientemente sobre el mismo a los fieles, de palabra y por escrito, no una vez y superficialmente, sino con frecuencia y con solidez, con razones claras y de peso, para que unas verdades tales penetren en las inteligencias y conmuevan los corazones. Sepan los mismos y asiduamente mediten sobre la sabiduría, la santidad y la bondad tan grande que Dios manifestó para con el género humano al instituir el matrimonio, robusteciéndolo con leyes sagradas, y mucho más al elevarlo de una manera admirable a la dignidad de sacramento, mediante la cual se abre a los cónyuges cristianos una tan copiosa fuente de gracias para que puedan servir casta y fielmente a los fines nobilísimos del matrimonio, en provecho y salvación propia y de sus hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad entera.

111. Indudablemente, si los actuales enemigos, del matrimonio ponen todo su empeño en pervertir las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad conyugal y en ensalzar los vicios más repugnantes de palabra, por escrito, en libros y folletos y apelando a otros innumerables recursos, con mucha mayor razón vosotros, venerables hermanos, a quienes el Espíritu Santo ha instituido obispos para regir la Iglesia de Dios, ganada con su sangre, no debéis regatear esfuerzo alguno a fin de que por vosotros mismos y por los sacerdotes a vuestras órdenes, más aún, por seglares convenientemente seleccionados entre los afiliados a la Acción Católica, con tanta insistencia por Nos deseada y recomendada, llamados en auxilio del apostolado jerárquico, opongáis, por todos los medios aconsejables, al error la verdad; al vicio torpe, el esplendor de la castidad; a la tiranía de las pasiones, la libertad de los hijos de Dios; a la condescendencia inicua de los divorcios, la perennidad del verdadero amor matrimonial y el sacramento inviolable hasta la muerte de la fidelidad prometida.

112. Con lo que ocurrirá que los fieles den a Dios gracias desde lo más profundo de sus corazones por haberlos ligado con sus preceptos y haberlos obligado con una cierta suave violencia a huir, lo más lejos posible, de toda idolatría de la carne, y de la innoble esclavitud de la concupiscencia; e igualmente que miren con horror y se aparten con toda diligencia de esas nefandas añagazas que, bajo el nombre de «matrimonio perfecto», y para ultraje de la dignidad humana, se divulga actualmente de palabra y por escrito, y hacen del tal matrimonio perfecto no otra cosa que un «matrimonio depravado», como se ha dicho con toda justicia y razón.

113. Esta saludable instrucción y religiosa disciplina sobre el matrimonio cristiano distará mucho de aquella exagerada educación fisiológica, con la que muchos de nuestros tiempos, que se jactan de reformadores de la vida conyugal, pretenden orientar a los cónyuges, hablando mucho sobre las tales materias fisiológicas, pero con las cuales, sin embargo, lo que se aprende es más bien el arte de pecar con refinamiento que la virtud de vivir castamente.

114. Así, pues, venerables hermanos, hacemos nuestras con toda el alma las palabras con que nuestro predecesor León XIII, de feliz recordación, se dirige en su encíclica sobre el matrimonio cristiano a los obispos de todo el orbe: «Con todo el esfuerzo a vuestro alcance, con toda la autoridad que podáis, trabajad para que entre las gentes encomendadas a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e incorruptible la doctrina enseñada por Cristo Nuestro Señor y por los apóstoles, intérpretes de la voluntad divina; la misma que ha guardado religiosamente la Iglesia católica y ha mandado en todos los tiempos que observen los fieles cristianos».

Voluntad de cumplir las leyes de Dios

115. Pero, puesto que ni la mejor instrucción por medio de la Iglesia basta por sí sola para conformar de nuevo el matrimonio a la ley de Dios, aunque los cónyuges tengan un conocimiento perfecto de la doctrina sobre el matrimonio cristiano, es necesario, sin embargo, que vaya unida a esto, por parte de ellos, la más firme voluntad de cumplir las leyes santas de Dios y de la naturaleza sobre el matrimonio. Por último, cualquiera que sea lo que de palabra o por escrito se afirme y se propague, los esposos deben tener firme e inquebrantablemente como santo y solemne: la voluntad de estar sin vacilación alguna, en todo lo que se refiere al matrimonio, a los mandatos de Dios; de prestarse siempre la mutua ayuda de la caridad, de guardar la fidelidad de la castidad, de no atentar jamás contra la inviolabilidad del vínculo, de hacer uso de los derechos adquiridos por el matrimonio siempre cristianamente y con moderación, sobre todo al principio del matrimonio, para que, si las circunstancias exigieren alguna vez la continencia, resulte ésta más fácil estando ya los dos acostumbrados a contenerse.

116. Mucho les ayudará, para concebir, mantener y poner por obra esta firme voluntad, la consideración frecuente de su estado y el recuerdo constante del sacramento recibido. Recuerden sin intermisión que para los deberes y la dignidad de su estado han sido como consagrados y robustecidos por un peculiar sacramento, cuya eficaz virtud, aun cuando no imprime carácter, permanece, con todo, para siempre. Medítense a este propósito las palabras del santo cardenal Pedro Belarmino, sumamente consoladoras sin duda, que con otros teólogos de gran prestigio piensa y escribe: «El sacramento del matrimonio puede considerarse de dos modos: uno, mientras se realiza; el otro, mientras dura después de realizado. Pues es semejante al sacramento de la Eucaristía, que es sacramento no sólo mientras se celebra, sino también mientras permanece; ya que, mientras los cónyuges viven, su unión es siempre el sacramento de Cristo y de la Iglesia».

117. Mas, para que la gracia de este sacramento despliegue todo su poder, se necesita, como ya hemos dicho, la cooperación de los cónyuges, que debe consistir en trabajar con todo empeño en cumplir diligentemente con sus obligaciones. Igual que en el orden natural, para que las energías dadas por Dios desarrollen toda su eficacia, tienen los hombres que aplicar su trabajo y su ingenio, sin lo cual ningún provecho puede sacarse de ellas, así también las fuerzas de la gracia, que del sacramento han fluido sobre el alma y en ella permanecen, tienen que ser desarrolladas con el propio esfuerzo y trabajo por los hombres. No abandonen, por consiguiente, los esposos la gracia del sacramento que hay en ellos, sino, emprendiendo la cuidadosa observancia, aunque laboriosa, de sus deberes, experimentarán la misma fuerza de esa gracia más eficaz de día en día. Y si alguna vez se sienten más agobiados por el peso de su estado y de la vida, no pierdan los ánimos, sino piensen que se ha dicho para ellos en cierto modo aquello que el apóstol San Pablo escribía a su amadísimo discípulo Timoteo, poco menos que derrumbado bajo el peso de los trabajos y los oprobios, acerca del sacramento del orden: Te aconsejo que resucites la gracia de Dios que hay en ti por medio de la imposición de mis manos. Pues Dios no nos ha dado el espíritu de temor, sino el de virtud, de amor y de sobriedad.

Preparación para el matrimonio

118. Todo esto, sin embargo, venerables hermanos, depende en gran parte de la debida preparación, tanto remota como próxima, de los cónyuges para el matrimonio. No se puede negar, en efecto que tanto el cimiento firme del matrimonio feliz cuanto la ruina del desgraciado se disponen y se asientan en las almas de los jóvenes y de las doncellas ya en el tiempo de la infancia y de la juventud. Pues los que antes de casarse no han buscado en todo más que a sí mismos y sus intereses, los que han dado rienda suelta a sus concupiscencias, es de temer que se comporten dentro del matrimonio igual que lo hicieron antes; o sea, que cosechen al fin lo que sembraron: tristeza, llanto, desprecio mutuo, riñas, aversión, tedio de la vida común dentro de las paredes del hogar, o, lo peor de todo, que se encuentren dentro de sí mismos con el desenfreno de sus pasiones.

119. Los prometidos, por consiguiente, deberán acercarse a contraer el estado conyugal bien dispuestos y preparados, para que puedan ayudarse mutuamente, como conviene, en las situaciones adversas de la vida y, sobre todo, en la consecución de la salvación eterna y en la conformación del hombre interior a la plenitud de la edad de Cristo. Esto contribuirá también a que se comporten con sus amados hijos realmente como Dios ha querido que los padres se conduzcan respecto de su prole, esto es, que el padre sea verdadero padre y la madre verdadera madre; por cuyo piadoso amor y por sus solícitos cuidados, el hogar familiar, aun en medio de una gran pobreza y en este valle de lágrimas, sea para los hijos como una cierta imagen de aquel paraíso de felicidad en que el Creador colocó a los primeros hombres del género humano. De aquí se seguirá también que hagan más fácilmente a los hijos hombres perfectos y perfectos cristianos, los imbuyan en el genuino espíritu de la Iglesia católica y les infundan aquel noble amor a la patria a que nos obliga la piedad y la gratitud.

120. Así, pues, tanto los que piensan en contraer, andando el tiempo, este santo matrimonio, cuanto los que tienen a su cargo la educación de la juventud, concédanle a esto tal importancia que preparen los bienes, soslayen los males y renueven el recuerdo de aquellas cosas que hemos advertido en nuestra encíclica sobre la educación: «Desde la más tierna infancia, por consiguiente, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son torcidas; hay que fomentarlas, por el contrario, si son buenas, y, sobre todo, la mente de los niños debe ser imbuida en las doctrinas emanadas de Dios, y es necesario que su alma sea robustecida con los auxilios de la gracia divina, que, si faltaran éstos, ni podrá cada cual poner freno a sus pasiones, ni la educación y disciplina podrán ser llevadas a su término y perfección por la Iglesia, a la cual por esta razón, para que fuera eficaz maestra de todos los hombres, dotó Cristo de celestiales doctrinas y de sacramentos divinos».

121. A la preparación próxima del matrimonio corresponde, sobre todo, la diligencia en la elección de consorte; porque de esto depende en gran parte que el futuro matrimonio sea feliz o no, puesto que uno de los cónyuges puede servirle al otro, o de gran ayuda para llevar cristianamente la vida, o de gran peligro e impedimento. Para no sufrir, por consiguiente, durante toda la vida las consecuencias de una mala elección, deliberen con toda madurez los que piensan en casarse antes de elegir la persona con la que luego habrán de vivir perpetuamente; y en esta deliberación tengan en cuenta, en primer lugar, a Dios y a la verdadera religión de Cristo, y piensen luego en el bien de sí mismos, en el bien del otro cónyuge, en el de la futura prole, e igualmente en el de la sociedad humana y civil, que brota del matrimonio como de su fuente. Imploren fervorosamente el auxilio divino para elegir conforme a la prudencia cristiana y no arrastrados por el ciego e indómito impulso de la concupiscencia ni por el deseo de lucro o por otro menos noble motivo, sino guiados por un verdadero y recto amor y por un sincero afecto hacia el futuro cónyuge; persigan, además, en el matrimonio aquellos fines para los que fue instituido por Dios. Y, finalmente, no omitan en la elección del otro cónyuge requerir el prudente consejo, de ninguna manera despreciable, de los padres, a fin de que, con el más maduro conocimiento y experiencia que ellos tienen de las cosas humanas, se pongan a salvo de perniciosos errores y puedan recibir más abundantemente, los que van a contraer matrimonio, la bendición divina del cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento en la promesa) para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra.

Las necesidades materiales de la familia

122. Y porque no pocas veces el cumplimiento perfecto de los mandamientos de Dios y la honestidad del matrimonio padecen graves dificultades, debido a que los cónyuges se ven apremiados por las angustias de la vida familiar y la penuria de medios materiales, se ha de subvenir de la mejor manera posible a sus necesidades.

123. Hay que luchar, en primer lugar, con todo empeño para que, como había ordenado ya tan sabiamente nuestro antecesor León XIII, se establezca en la sociedad civil un régimen económico y social que permita a todos los padres de familia poder trabajar y ganar lo necesario, según su condición y lugar, para el sustento suyo, de su mujer y de sus hijos, pues digno es el trabajador de su salario. Negar éste o disminuirlo más de lo debido es gran injusticia, y las Sagradas Escrituras lo sitúan entre los pecados más graves; ni tampoco es lícito fijar unos salarios tan mezquinos que, dadas las circunstancias, resulte insuficiente para atender a la familia.

124. Se ha de procurar, sin embargo, que los cónyuges mismos, y esto ya desde mucho antes de casarse, traten de prevenir o de disminuir, al menos, los contratiempos y las necesidades del matrimonio, y que los enterados les enseñen cómo pueden llevarlo a efecto de un modo a la vez eficaz y honesto. Se proveerá también a que, de no bastarse por sí solos, acudan a la satisfacción de las necesidades vitales aunando esfuerzos similares y constituyendo asociaciones privadas o públicas.

125. Y cuando todo lo dicho no basta a cubrir los gastos de una familia, sobre todo cuando ésta es numerosa y cuenta con menos recursos, el amor cristiano del prójimo exige en absoluto que supla la caridad cristiana aquello de que carecen los indigentes, que sobre todo los ricos ayuden a los pobres y que los que tienen bienes superfluos no los malgasten en vanidades o los derrochen por completo, sino que los dediquen a proteger la vida y la salud de aquellos que carecen aun de lo necesario. Los que dieren de lo suyo a Cristo en los pobres recibirán del Señor, cuando venga a juzgar el siglo, un ubérrimo premio; los que no, sufrirán su castigo. El Apóstol, en efecto, no habló en vano: El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano necesitado y cierra sus entrañas ante él, ¿cómo es posible que permanezca en él la caridad de Dios?

126. Si no bastaren los subsidios privados, corresponde entonces a la autoridad pública suplir los medios de que carecen los particulares, sobre todo en materia de importancia tan grande para el bien común cual es una condición digna de hombres, de las familias y de los cónyuges. Si, en efecto, las familias, las numerosas sobre todo, carecen de las adecuadas viviendas; si el hombre no tiene la oportunidad de trabajar y de ganarse el sustento; si las cosas indispensables para la vida cotidiana no pueden comprarse sino a precios exagerados; si incluso las madres, con no pequeño trastorno de la vida doméstica, se ven obligadas por la necesidad a ganarse el sustento con su propio trabajo; si éstas carecen en los sufrimientos ordinarios y aun en los extraordinarios de la maternidad de la alimentación, de los medicamentos, de la asistencia del especialista y de otras cosas de este estilo, nadie dejará de ver, si cunde el desaliento entre los esposos, cuán difícil se les hace la convivencia doméstica y la observancia de los mandatos de Dios, y además qué grave peligro para la seguridad pública y para la salud y la vida de la misma sociedad civil puede derivarse de ello si esos hombres son llevados a un grado de desesperación tal que, no teniendo ya nada que perder, se atrevieran a esperar que podrían sacar mucho tal vez de una perturbación total de la sociedad.

127. Por lo cual, los gobernantes de los pueblos no pueden descuidar dichas necesidades de los cónyuges y de las familias sin inferir un grave daño a la sociedad y al bien común; de ahí que tanto en la legislación cuanto en la reglamentación de los tributos traten de tal manera de remediar esta penuria de las familias necesitadas, que este cuidado venga a ser uno de lo primeros en el ejercicio de su potestad.

128. Y en este campo advertimos, no sin dolor, que ocurre con frecuencia que, invirtiendo el recto orden, fácilmente se prodigan ayudas puntuales y abundantes a la madre y a la prole legítima (a la cual hay que socorrer, sin duda alguna, para evitar mayores males) que a la legítima, o se le niega o se le concede con tal cicatería como si se arrancara a la fuerza.
Intervención de la autoridad

129. Pero no sólo interesa a los poderes públicos, venerables hermanos que el matrimonio y la familia estén bien constituidos en lo que toca a los bienes temporales, sino también en aquellos que deben llamarse bienes propios de las almas, es decir, que se dicten y se hagan observar fielmente leyes justas relativas a la fidelidad de la castidad y a la mutua ayuda de los cónyuges, ya que, testigo la historia, el bienestar de la república y la felicidad temporal de los ciudadanos no puede estar segura ni a salvo allí donde se resquebrajan los cimientos sobre que se sustenta, es decir, el recto orden moral, y por corrupción de los ciudadanos está cerrada la fuente en que se origina la sociedad, esto es, el matrimonio y la familia.

La función de la Iglesia

130. Ahora bien: para la conservación del orden moral no son suficientes ni la autoridad externa del Estado ni las penas, como tampoco la belleza ni la necesidad de la virtud predicada a los hombres, sino que es necesaria una autoridad religiosa que ilustre la mente con la verdad, dirija la voluntad y apoye la fragilidad humana con los auxilios de la divina gracia, y esa autoridad lo es sólo la Iglesia, instituida por Cristo Nuestro Señor. Por ello exhortamos insistentemente en el Señor a cuantos se hallan investidos de suprema potestad civil a que busquen y mantengan la concordia y la amistad con esta Iglesia de Cristo, a fin de que, unidos el esfuerzo y la diligencia de ambas potestades, sean desterrados los graves daños que, por la irrupción en el matrimonio y en la familia de porcases libertades, amenazan tanto a la Iglesia cuanto a la misma potestad civil.

131. Esta misión gravísima de la Iglesia puede verse, en efecto, muy favorecida por las leyes civiles, siempre que al dictarlas se tenga presente lo que ha sido estatuido por la ley divina y la eclesiástica y se castigue a sus infractores. Pues no faltan quienes piensen que lo que las leyes civiles permiten o no castigan de una manera clara, o les es lícito también conforme a la ley moral o pese a la disconformidad de su conciencia, lo ponen por obra, porque ni temen a Dios ni ven nada que temer por parte de la ley civil, con lo que no pocas veces se causan la ruina a sí mismos y a otros muchos.

132. Ningún perjuicio, ninguna mediatización de sus derechos o de su integridad puede provenirle a la sociedad civil de esta alianza con la Iglesia; son vanos y sin fundamento en torno a esto todo temor, toda sospecha, lo que ya había manifestado claramente León XIII. «Nadie duda –dice– que el fundador de la Iglesia, Jesucristo, ha querido que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y expeditas cada una de ellas en el desempeño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento: que a las dos conviene y a todos los hombres interesa que entre ambas reinen la unión y la concordia... Si la potestad civil se comporta amigablemente con la Iglesia, las dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad de una se enaltece y, yendo por delante la religión, jamás será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y de defensa para el bien común de los fieles».

133. Y así, aduciendo un ejemplo reciente y claro, fue absolutamente conforme el recto orden y según la ley de Cristo que, en el solemne concordato felizmente concluido entre la Santa Sede y el reino de Italia, se estableciera un convenio pacífico y una amistosa cooperación en lo que se refiere a los matrimonios, como correspondía a la gloriosa historia del pueblo de Italia y a los sagrados recuerdos de la antigüedad. Efectivamente, en el pacto de Letrán se lee lo siguiente: «La nación italiana, deseando restituir a la institución matrimonial, fundamento de la familia, aquella dignidad en armonía con las tradiciones de su pueblo, reconoce efectos civiles al sacramento del matrimonio, que se rige por el Derecho canónico»; norma fundamental a la que después se le han añadido ulteriores determinaciones de aquel convenio.

134. Esto puede servir de ejemplo y de argumento a todos de que también en nuestra edad (en que con tanta frecuencia se predica, por desdicha, la más absoluta separación de la sociedad civil, no sólo de la Iglesia, sino de toda religión) las dos potestades supremas pueden unirse y asociarse espontáneamente en concordia mutua y amigable alianza para bien común de ambas sociedades, sin perjuicio de ninguno de los derechos del poder supremo, y velar de común acuerdo por el matrimonio, a fin de alejar de los matrimonios cristianos perniciosos peligros, más aún, una ruina ya inminente.

CONCLUSIÓN

135. Es nuestro deseo, venerables hermanos, que todo cuanto, movidos de solicitud pastoral, acabamos de considerar atentamente con vosotros, lo difundáis ampliamente y lo expliquéis, conforme a las normas de la prudencia cristiana, entre todos los amados hijos confiados a vuestra inmediata vigilancia, para que todos conozcan la sana doctrina acerca del matrimonio, se guarden diligentemente de los peligros preparados por los voceros del error y, sobre todo, «para que, renegando de la impiedad y de las apetencias seculares, vivan sobria, justa y piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el advenimiento de la gloria de Jesucristo, nuestro gran Dios y Salvador».

136. Haga, pues, el Padre omnipotente, de quien recibe nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra, que robustece a los débiles y da ánimo a los apocados y a los tímidos; haga Cristo Nuestro Señor y Redentor, fundador y perfeccionador de los venerables sacramentos, que quiso e hizo que el matrimonio fuera mística imagen de su inefable unión con la Iglesia; haga el Espíritu Santo, Dios amor, luz de los corazones y fortaleza de la mente, que cuanto hemos expuesto en esta nuestra encíclica sobre el santo sacramento del matrimonio, sobre la admirable ley y voluntad de Dios acerca del mismo, sobre los errores y peligros que lo amenazan y sobre los remedios con que éstos pueden ser combatidos, todos lo guarden en su mente, lo acaten con pronta voluntad y, con la ayuda de la gracia de Dios, lo lleven a la práctica, para que así vuelvan a florecer y a tener vigor en los matrimonios cristianos la fecundidad consagrada a Dios, la inmaculada fidelidad, la firmeza inquebrantable, la santidad del sacramento y la plenitud de las gracias.

137. Y para que Dios, autor de todas las gracias, de quien es propio querer y perfeccionar todas las cosas, haga según su benignidad y omnipotencia y se digne concederlo todo, mientras con humilde ánimo elevamos fervorosas plegarias al trono de su gracia, a vosotros, venerables hermanos, así como al clero y pueblo cristiano encomendado a los asiduos desvelos de vuestra vigilancia, como prenda de la copiosa bendición del mismo omnipotente Dios, os impartimos con todo amor la bendición apostólica.

Dada en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre de 1930, año noveno de nuestro pontificado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...