miércoles, 14 de julio de 2010

"Mujer, ahí tienes a tu hijo"


Siempre me ha sorprendido gratamente constatar en el Santo Evangelio que Jesucristo, en los momentos importantes de su relación con la Santísima Virgen, la llama mujer. No cabe pensar que el Señor despreciara la maternidad, puesto que la había elegido para su propia encarnación. ¿No cabe pensar que Nuestro Señor quisiera destacar la nobleza de la identidad femenina por encima de la condición maternal, cuya vocación no corresponde a todas las mujeres? Me gusta pensar que así fuera, y no veo motivos para excluir esta interpretación.
¿Era feminista el Señor? Creo que aplicar a Jesucristo los clichés que subyacen al lenguaje de nuestros tiempos sería improcedente. Lo que sí debemos tener en cuenta es que el Espíritu Santo inspiró a los evangelistas y éstos nos dicen que, «junto a la cruz de Jesús, estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena». Sólo Juan estaba cerca de la Madre de Jesús. ¿Dónde estaban los Apóstoles?

Los hechos nos manifiestan las actitudes. La fortaleza y la solicitud, la compasión y la entereza de la mujer ante el dolor ajeno y la entrega personal para mitigarlo, quedan patentes en la presencia femenina junto a la cruz de Jesús en el trance de su agonía. Las santas mujeres fueron los testigos más directos de su muerte sacrificial y redentora, y las primeras conocedoras de su resurrección gloriosa. Por eso el Señor, destacando la confianza de que se hacían acreedoras las santas mujeres y señalando con justicia a María Santísima, mujer perfecta, dijo a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Desde ese momento, los discípulos de Jesús recibimos, amamos y veneramos a la Santísima Virgen María como nuestra Madre. Prendados de su santidad inigualable, desde su concepción inmaculada hasta su ascensión a los cielos, y contemplando con ojos de fe su exaltación junto a Dios como Reina del Cielo, le aclamamos y le bendecimos con el afecto del corazón. Con espíritu religioso le tributamos el culto que merece y ponemos en sus manos nuestra vida cobijándonos filialmente bajo su manto.
Del mismo modo que Juan, desde aquella hora, recibió a María en su casa y la tuvo por madre y excelsa maestra en el seguimiento de Jesús, así nosotros, que volcamos en ella la devoción más cordial que brota del alma filial, debemos también aprender de ella para ser verdaderos cristianos haciendo lo que Jesús nos dice, nos pide, nos enseña y nos sugiere.
Si por Eva vino el pecado al mundo, por María vino el Redentor. Si Eva claudicó ante la presión diabólica de los propios intereses, María venció hasta el final uniéndose al sacrificio salvífico en favor de los hombres. La mujer, puerta de la muerte, y la mujer, puerta de la Vida. ¡Qué conclusiones tan diversas y curiosas podrían sacarse de lo dicho!
Atendiendo al Papa Juan Pablo II, acerquémonos a María con limpieza de corazón. En ella y a través de ella, con su ejemplo y con su ayuda, descubriremos el rostro de Jesús y gozaremos la esperanza de salvación eterna.

+ Santiago García Aracil
obispo de Jaén

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