jueves, 22 de abril de 2010

Ella es Divina - Padre Christian Bouchacourt (FSSPX)


Cuando San José y la Santísima Virgen María golpearon a las puertas de las posadas de Belén para pedir alojamiento, su aspecto exterior en nada dejaba presagiar la grandeza del acontecimiento que se preparaba. Los pastores tampoco se imaginaban ver al Rey de reyes en semejante pobreza cuando se allegaron a la gruta para adorar al Niño Jesús. Los Reyes Magos seguramente hicieron la misma comprobación.

En Belén la divinidad de Cristo se mostró muy discreta. Sin embargo, tanto los pastores como los Reyes Magos no dudaron en adorar al Infante recostado en el pesebre. Fieles a la gracia divina que habían recibido, fueron los primeros en reconocer al Redentor del mundo.

Para ayudarlos a creer, Dios quiso que el velo de la divinidad se levantara un poco. En efecto, fueron ángeles quienes anunciaron a los pastores el feliz acontecimiento, y una estrella milagrosa condujo a los Magos venidos de Oriente a los pies de Dios encarnado.

Sabemos que durante su vida pública, la divinidad de Cristo se manifestó visiblemente numerosas veces a través de los milagros. Nuestro Señor Jesucristo quiso así ayudar a sus Apóstoles a creer en Él. Con todo, en ocasiones la divinidad de Cristo se mostró discreta. Sobre todo durante la Pasión, permaneció totalmente oculta, salvo cuando Nuestro Señor expiró sobre la cruz.

Entonces “la tierra tembló, el velo del templo se rasgó (…) muchos santos resucitaron (…) y el centurión y los soldados que lo guardaban, a vista de estas cosas, fueron presa de gran temor y dijeron: «Éste era verdaderamente el Hijo de Dios»”.(1) Sin embargo, pocos fueron los que creyeron, y la Virgen María y San Juan estaban muy solos al pie de la cruz… Poco después la divinidad de Cristo triunfó fulgurantemente con su resurrección.

Antes de volver a su Padre, Jesucristo no quiso abandonarnos; confió a su Iglesia los poderes que Él había recibido a fin de que continuase su misión de enseñar, gobernar y santificar las almas que le fueron confiadas. Esta Iglesia, por cierto, está compuesta de hombres falibles, pero nunca debemos olvidar que también es divina en razón de su origen y en virtud de los medios que Nuestro Señor, su Fundador, ha depositado en ella para salvar los hombres y conducirlos al cielo.

Así como Nuestro Señor dejaba ver de tiempo en tiempo su divinidad para confortar la fe de sus Apóstoles y discípulos, del mismo modo, a lo largo del tiempo, Él permitirá que la divinidad de su Iglesia se manifieste a veces de manera discreta, pero siempre eficaz en los momentos más trágicos, sea para reconfortar los buenos, sea para confusión de los malos, sea para honrar las promesas hecha antes de su Ascensión: “Y he aquí que Yo estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos”,(2) “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.(3)

De esta suerte, cuando en ocasiones todo parecía perdido, la Iglesia fue salvada gracias a un santo hombre, que Dios providencialmente suscitó; por ejemplo, Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Pío V, San Pío X. Nuestro Señor Jesucristo obra así desde hace casi dos mil años, y esa será la pauta hasta el fin de los tiempos. Es de fe.

Hoy por hoy, hay algunos que, sufriendo con razón de una crisis que parece eternizarse desde hace más de cuarenta años, dan la doble impresión de desesperar de la Iglesia fundada por Jesucristo y de olvidar que si ella está constituida por hombres falibles, no por eso es menos divina en su constitución. Entonces se descubre a veces que un celo bien amargo se instala en ellos, como si hubiesen perdido la esperanza.

Hay que recordarlo una y otra vez: la Iglesia es divina y Nuestro Señor Jesucristo no puede ser infiel a las promesas que ha hecho. Él no puede “ni engañarse ni engañarnos”, como decimos en la oración del Acto de Fe. Entonces, ¿cómo explicar los silencios de Dios en las horas de prueba? ¿Por qué no envía signos para indicar dónde está el camino de la verdad?

Nosotros conocemos este camino: ha sido trazado por dos mil años de Tradición. Permaneciendo fieles, tal como lo fueron los santos que nos precedieron, estamos seguros de cumplir con la voluntad de Dios y salvar nuestras almas. Bossuet, Obispo de Meaux, explica magníficamente los silencios de Dios con estas palabras: “Cuando Dios quiere que una obra sea sólo fruto de sus manos, reduce todo a la impotencia y a la nada, para después actuar”. Me parece que actualmente estamos en esta situación ya que, humanamente hablando, no vemos cómo la Iglesia podrá salir de la crisis que la afecta en su interior y exterior. Sin embargo, estamos seguros que no podrá ni ser demolida, ni desaparecer.

Ahora bien, ¿hay que renunciar por ello a toda acción personal y a todo apostolado? ¿Vivir replegado sobre sí y esperar el fin de los tiempos? El Padre Calmel, dominico (1914-1975), capellán de las dominicas de Brignoles, responde de esta manera: “Muchos fieles, sacerdotes y obispos desearían que en los días de grandes males, cuando la prueba sobreviene a la Iglesia en razón del Papa, las cosas vuelvan al orden sin que ellos tengan mucho que hacer, e incluso nada. A lo sumo se avienen a murmurar algunas oraciones; dudan aún respecto al rosario cotidiano: cinco decenas cada día ofrecidas a Nuestra Señora (…) No tienen muchas ganas, en lo que les concierne, de profundizar en la fidelidad a la Tradición apostólica: dogmas, misal y ritual, vida interior (porque el progreso en la vida interior evidentemente forma parte de la Tradición apostólica). Habiendo consentido en su lugar a la tibieza, se escandalizan sin embargo de que el Papa, en cuanto Papa, tampoco sea muy fervoroso cuando se trata de guardar la Tradición apostólica para la Iglesia entera, esto es, cumplir fielmente la misión única que le fue confiada. En vista de estas cosas, no es justo… Cuanto más necesitamos un Papa santo, tanto más debemos empezar por poner nuestra vida, con la gracia de Dios y guardando la Tradición, en la vía de los santos. Entonces el Señor Jesús terminará por conceder a la grey el pastor visible que ella se haya esforzado por hacerse digna”.(4)

Como hicieron los pastores y los Reyes Magos, vayamos a suplicar al Niño Jesús que transforme nuestras almas y que venga en auxilio de su Iglesia. En el pesebre Él parece bien pequeño e impotente, pero es Dios. Escuchemos lo que nos dice: “Tened confianza, Yo he vencido al mundo”.(5) Guardemos la esperanza cristiana bien anclada en nuestras almas, ya en las vísperas de este año nuevo. Recémosle cada uno en nuestro lugar. En el momento en que todo parece perdido, entonces es cuando nos manifiesta su ayuda infalible. Cuando llegue ese día, nadie podrá atribuirse la victoria, porque será Su victoria. Trabajemos con fe y coraje, trabajemos en nuestra santificación para acelerar la restauración de la Tradición en la Iglesia. Ese es el voto que yo formulo en nombre de todos. Los sacerdotes del Distrito se unen a mí para desear a todos un buen y santo año.

Que el Niño Jesús y su Santísima Madre los guarden y protejan a lo largo de todo el año 2010.

¡Que Dios los bendiga!

Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur

Notas:

1. San Mateo, 27, 51-54.
2. San Mateo, 28, 20.
3. San Mateo, 15, 18.
4. R. P. Calmel: “Brève apologie pour l’Eglise de toujours”, edit. Difralivre, pág. 115.
5. San Juan, 16, 33.

Editorial del número 125/126 REVISTA “IESUS CHRISTUS”

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