jueves, 3 de diciembre de 2009

Encíclica "Traditi" (Condena de la francmasonería) - SS Pío VIII


“Antes de trasladarnos hoy a la Basílica de Letrán y tomar posesión, según costumbre establecida por nuestros predecesores, del Pontificado conferido a nuestra humilde persona, desahogamos la alegría que inunda nuestro corazón con vosotros, venerables hermanos, a quienes nos ha dado como auxilio Aquel que tiene en su mano los destinos y que dirige el curso de los tiempos. No sólo es para Nos una cosa dulce y agradable demostraros el grande afecto que os profesamos, sino que también creemos conveniente para la cristiandad que entremos en correspondencia acerca de los asuntos espirituales, a fin de acordar juntos las ventajas que paulatinamente podremos proporcionar a la Iglesia.

Este es uno de los deberes de nuestro ministerio que se nos impuso en la persona de San Pedro por una divina gracia del fundador de la Iglesia; es un deber nuestro apacentar, dirigir, y gobernar, no sólo los corderos, esto es, el pueblo cristiano, sino que también las ovejas, o los obispos.

Nos regocijamos, pues, y bendecimos al Príncipe de los pastores por haber destinado a guardar su grey a pastores que se ocupan y piensan en lo mismo, a saber: en conducir por las sendas de la justicia a los que les están confiados, en apartar de ellos todo riesgo y en no perder a ninguno de cuantos el Padre celestial les ha encomendado. Nos, venerables hermanos, conocemos perfectamente vuestra inmutable fe, vuestro celo que sostiene la religión, la admirable santidad de vuestra vida, y vuestra singular prudencia. Por lo mismo, de cuánta dicha y de cuánto consuelo ha de servir a nos, a la Iglesia y a la Santa Sede, el ver esa reunión de tan irreprensibles operarios. ¡Cuánto ánimo nos da este pensamiento en medio de los temores que nos inspira tan gran carga, y cuánto consuelo nos da para soportar el peso de tan penosos cuidados!

Por tanto, para que no parezca que tratamos de excitar el celo, con que espontáneamente procedéis, nos dispensamos gustosos de recordaros lo que conviene que tengáis siempre presente, a fin de cumplir vuestro ministerio y lo prescrito por los sagrados cánones. No es menester que os digamos que nadie debe alejarse de su puesto, no dejar de velar un solo momento, y que es preciso proceder con escrupuloso cuidado y con extremada prudencia para escoger los ministros de las cosas santas, y nos limitamos a dirigir nuestras preces a Dios salvador, para que os dispense su protección y os auxilie a conducir a buen término vuestros trabajos y vuestros esfuerzos.

Con todo, a pesar del consuelo que nos causa vuestra decisión, no podemos menos, venerables hermanos, de afligirnos al ver que, hallándonos en el seno de la paz, los hijos del siglo nos preparan grandes amarguras. Vamos a hablaros de males que ya conocéis, que todo el mundo ve, que nos hacen derramar lágrimas a todos, y que, por lo mismo, exigen que nos esforcemos mancomunadamente a corregirlos, a combatirlos y a extirparlos. Vamos a hablaros de esos innumerables errores, de esas falaces y perversas doctrinas que atacan el dogma católico, no ya ocultamente y en las tinieblas, sino a la faz del mundo y con gran ímpetu. No ignoráis cómo, hombres culpables, han declarado la guerra a la religión, valiéndose de una falsa filosofía, de la cual se apellidan doctores, y de engaños que han sacado de las ideas que dominan en el mundo. El blanco contra el cual asestan principalmente sus tiros, es esta Santa Sede, esta cátedra de Pedro, en donde Jesucristo ha colocado los fundamentos de su Iglesia. Eso hace que de día en día se relajen los lazos de unidad, que se huelle la autoridad de la Iglesia, y que los ministros del santuario se vean odiados y menospreciados. De ahí que se escarnezcan los más venerables preceptos, que se haga indigna burla de las cosas santas, que el pecador aborrezca el culto del Señor, y que todo lo que se refiere a la religión se califique de ridículas fábulas y de vanas supersticiones. No podemos menos que decir con las lágrimas en los ojos que se han arrojado sobre Israel leones rugiendo; sí, se han reunido contra Dios y su Cristo; sí, los impíos han exclamado: “Destruid a Jerusalén, destruidla hasta sus cimientos” .

Esas son las tendencias de los tenebrosos manejos de los sofistas de este siglo, los cuales equiparan las diferentes creencias, pretenden que el puerto de salvación está abierto en todas las religiones, y califican de ligereza y de locura abandonar la religión en que se ha educado uno al principio, para abrazar otra, aun cuando sea la católica. ¿No es acaso una horrible y pasmosa impiedad tributar iguales elogios a la verdad y el error, el vicio y a la virtud, a la honestidad y al libertinaje? Ese fatal sistema de indiferencia en materias religiosas lo rechazan la razón, la cual nos enseña que si dos religiones distintas la una es verdadera necesariamente ha de ser falsa la otra, y que no puede existir unión entre la luz y las tinieblas. Es preciso, venerables hermanos, preservar a los pueblos de esos engañosos maestros; es preciso enseñarles que la fe católica es la única verdadera, según estas palabras del Apóstol: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” ; que en consecuencia es un profano, como decía san Jerónimo , el que come el cordero pascual fuera de esta casa, y que perecerá en el diluvio en el que no haya entrado en el arca de Noé. En efecto, después del nombre de Jesús, no se ha concebido otro a los hombres, por medio del cual podamos salvarnos; el que creyere se salvará, el que no hubiere creído se condenará .

Hemos de velar también sobre esas sociedades que publican nuevas traducciones de los Libros Santos en todas las lenguas vulgares, traducciones que están hechas contra las más saludables leyes de la Iglesia, y en las cuales se hallan alterados los textos con dañino y particular intento. Se hacen grandes gastos para esparcir por todas partes esas traducciones, que se distribuyen de balde entre los ignorantes, intercalando con frecuencia en ellas ligeras explicaciones para que beban un veneno mortal, allí donde creyeron beber las saludables aguas de la sabiduría. Mucho tiempo hace que la Sede Apostólica ha advertido al pueblo cristiano ese nuevo riesgo que corre la fe y reprimido a los autores de tan gran mal. Con ese motivo se recordaron a los fieles las reglas prescritas por el concilio de Trento y reproducidas por la Congregación del Index, según las cuales no deben tolerarse las traducciones en lengua vulgar de los Libros Santos, sino mediante la aprobación de la Sede Apostólica, e ir acompañadas de notas sacadas de los Santos Padres de la Iglesia. En efecto, el concilio de Trento con igual propósito y para contener a los espíritus turbulentos y osados, dispuso lo siguiente, a saber : “Que en materias de fe y costumbres referentes a la doctrina cristiana, nadie, fiando en su propio juicio, de a las Sagradas Escrituras el sentido que les acomode, o las interprete de distinto modo que constantemente las ha interpretando la Iglesia, o contra la unánime opinión de los santos Padres”.

A pesar de que es evidente, atendidas esas reglas canónicas, que mucho tiempo hace han llamado la atención esos manejos contra la fe católica, con todo, nuestros últimos predecesores de feliz memoria, desvelándose por el bien del pueblo cristiano, cuidaron de reprimir esos culpables esfuerzos, que veían reproducirse en todas partes, expidiendo con este motivo letras apostólicas muy terminantes. Emplead las mismas armas, Venerables Hermanos, para combatir en el interés del Señor, el gran riesgo que amenaza a la santa doctrina, por temor de que ese veneno mortal se difunda en nuestra grey causando la muerte de las personas sencillas.

Además de velar por la integridad de las Sagradas Escrituras, a vosotros corresponde, Venerables Hermanos, ocuparos de esas sociedades secretas de hombres sediciosos, enemigos declarados de Dios y de los reyes, de esos hombres dedicados exclusivamente a introducir la desolación en la Iglesia, a perder los estados, a trastornar el universo, y que al romper el freno de la verdadera fe, han abierto el camino para toda clase de crímenes.

Por el mero hecho de ocultar bajo el velo de un misterioso juramento, las iniquidades y los planes que meditan en las reuniones que celebran, han infundido justas sospechas de que de ellas proceden esos atentados que, para desgracia de la época, han salido como de las concavidades del abismo, y han estallado con gran daño de toda autoridad, tanto de la religión como de los imperios. Así que, nuestros predecesores los Sumos Pontífices Clemente XII, Benedicto XIV, Pío VII y León XII, fulminaron su anatema contra esas sociedades secretas, cuales quiera sean sus nombres, por medio de letras apostólicas publicadas a ese fin, cuyas disposiciones confirmamos enteramente, como sucesor suyos, aunque indigno, queriendo que se observen al pie de la letra. Es por esto que nosotros dedicaremos todos nuestros esfuerzos a impedir que ni la Iglesia, ni los Estados puedan experimentar daños por la conjuración de tales sectas, y reclamaremos vuestra asidua cooperación para llevar adelante tan grande empresa, a fin de que, revestidos de celo y unidos por los lazos del alma, podamos defender denodadamente la causa de Dios, para destruir esos baluartes, tras los cuales se atrincheran hombres impíos, corrompidos y perversos.

Entre esas sociedades secretas hemos de hablaros de una constituida recientemente, cuyo objeto es corromper las almas de los jóvenes que estudian en las escuelas y en los liceos.

Como es sabido que los que estudian en las escuelas y en los liceos. Como es sabido que los preceptos de los maestros sirven en gran manera para formar el corazón y el entendi-miento de los discípulos, se procura por toda clase de medios y de amaños dar a la juventud maestros depravados que los conduzcan a los caminos de Baal, por medio de doctrinas contrarias a las de Dios, y con cuidado asiduo y pérfido, contaminen por sus enseñanzas, las inteligencias y los corazones de aquellos a quienes instruyen.

De ello resulta que estos jóvenes caen en una licencia tan lamentable que llegan a perder todo respeto por la religión, abandonan toda regla de conducta, menosprecian la santidad de la doctrina, violan todas las leyes divinas y humanas, y se entregan sin pudor a toda clase de desórdenes, a todos los errores, a toda clase de audacias; de modo que bien puede decirse de ellos con san León el Grande: “Su ley es la mentira; su Dios el demonio, y su culto el libertinaje”. Alejad, Venerables Hermanos, de vuestras diócesis todos estos males, y procurad por todos los medios que estén en vuestra mano, y empleando la autoridad y la dulzura, que los hombres distinguidos tanto en las ciencias y letras, como por su pureza de costumbres y por sus religiosos sentimientos, se encarguen de la educación de la juventud.

Velad acerca de los dicho, especialmente en los seminarios, cuya inspección os concedieron los Padres del concilio de Trento , puesto que de ellos han de salir los que perfectamente instruidos en la disciplina cristiana y eclesiástica y en los principios de la sana doctrina, han de demostrar con el tiempo hallarse animados de tan grande espíritu religioso en el cumplimiento de su divino ministerio, poseer tan grandes conocimientos en la instrucción de los pueblos, y tanta austeridad de costumbres, que han de hacerse agradables a los ojos del que esta allá arriba, y atraer por medio de la palabra divina a los que se aparten de los senderos de la justicia.

Esperamos de vuestro celo por el bien de la Iglesia que procuréis obrar con acierto en la elección de las personas destinadas a cuidar de la salvación de las almas. En efecto, de la buena elección de los párrocos depende principalmente la salvación del pueblo, y nada contribuye tanto a la perdición de las almas como confiarlas a los que anteponen su interés al de Jesucristo, o a personas faltas de prudencia, las cuales, mal instruidas en la verdadera ciencia, siguen todos los vientos y no conducen a sus rebaños a los saludables pastos que no conocen o desprecian.

Como aumenta día a día de un modo prodigioso el número de esos contagiosos libros, con cuyo auxilio las doctrinas impías se propagan como la gangrena en todo el cuerpo de la Iglesia, es preciso que veléis por vuestro rebaño, y que hagáis todo lo posible para librarlos del contagio de esos malos libros, que de todos el más funesto. Recordad a menudo a las ovejas de Jesucristo que os están confiadas, las máximas de nuestro santo predecesor y bienhechor Pío VII, a saber: “que sólo deben tener por saludables los pastos adonde los guíen la voz y la autoridad de Pedro, que solo han de alimentarse de ellos, que miren como perjudicial y contagioso lo que dicha voz les indique como tal, que se aparten de ello con horror, y que no se dejen halagar por las apariencias ni engañar por atractivos…” (continúa una exhortación sobre el matrimonio indisoluble, la oración, etc.).

Dado en Roma, cerca del templo de san Pedro, el 24 de mayo del año 1829, primero de nuestro pontificado.

SS Pío VIII, 24 de mayo de 1829

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