viernes, 28 de agosto de 2009

San Agustín de Hipona - 28 de agosto


San Agustín de Hipona,(354-430), el más grande de los padres de la Iglesia y uno de los más eminentes doctores de la Iglesia occidental. Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, Numidia (hoy Souk-Ahras, Argelia). Su padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un pagano (más tarde convertido al cristianismo), pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que dedicó toda su vida a la conversión de su hijo, siendo canonizada por la Iglesia católica romana. Agustín se educó como retórico en las ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los 15 y los 30 años vivió con una mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que tuvo un hijo en el año 372 al que llamaron Adeodatus, que en latín significa regalo de Dios.
Doctores de la Iglesia, eminentes maestros cristianos proclamados por la Iglesia como merecedores de ese título, que viene del latín Doctor Ecclesiae. De acuerdo con este rango, la Iglesia reconoce la contribución de los citados teólogos a la doctrina y a la comprensión de la fe. La persona así llamada tiene que haber sido canonizada previamente y haberse distinguido por su erudición. La proclamación tiene que ser realizada por el Papa o por un concilio ecuménico. Los primeros Doctores de la Iglesia fueron los teólogos occidentales san Ambrosio, san Agustín de Hipona, san Jerónimo y el Papa san Gregorio I, que fueron nombrados en 1298. Los correspondientes Doctores de la Iglesia de Oriente son san Atanasio, san Basilio, san Juan Crisóstomo y san Gregorio Nacianceno. Fueron nombrados en 1568, un año después de que se designara con la misma condición a santo Tomás de Aquino. Mujeres que han alcanzado esta distinción fueron santa Catalina de Siena y santa Teresa de Jesús (en 1970) y santa Teresa del Niño Jesús (en 1997).

Contienda Intelectual

Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador y estadista romano Cicerón, Agustín se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno de la Iglesia. Durante nueve años, del año 373 al 382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía dualista de Persia muy extendida en aquella época por el Imperio Romano de Occidente. Con su principio fundamental de conflicto entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a Agustín una doctrina que podía corresponder a la experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un sistema filosófico y ético. Además, su código moral no era muy estricto; Agustín recordaría posteriormente en sus Confesiones: "Concédeme castidad y continencia, pero no ahora mismo". Desilusionado por la imposibilidad de reconciliar ciertos principios maniqueístas contradictorios, Agustín abandonó esta doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.

Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a Roma, pero un año más tarde fue enviado a Milán como catedrático de retórica. Aquí se movió bajo la órbita del neoplatonismo y conoció también al obispo de la ciudad, san Ambrosio, el eclesiástico más distinguido de Italia en aquel momento. Es entonces cuando Agustín se sintió atraído de nuevo por el cristianismo. Un día por fin, según su propio relato, creyó escuchar una voz, como la de un niño, que repetía: "Toma y lee". Interpretó esto como una exhortación divina a leer las Escrituras y leyó el primer pasaje que apareció al azar: "... nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias" (Rom. 13, 13-14). En ese momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con su hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del año 387. Su madre, que se había reunido con él en Italia, se alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas. Moriría poco después en Ostia.

Maniqueísmo, antigua religión que tomó el nombre de su fundador, el sabio persa Mani (c. 216-c. 276). Durante varios siglos representó un gran desafío para el cristianismo.
Mani nació en el seno de una aristocrática familia persa del sur de Babilonia (actual Irak). Su padre, un hombre muy piadoso, lo educó en una austera secta bautista, posiblemente la de los mandeos. A la edad de 12 y luego a los 24 años, Mani creyó haber tenido apariciones, en las que un ángel lo nombraba el profeta de una nueva y última revelación. En su primer viaje misionero, Mani llegó a la India, donde recibió la influencia del budismo. Bajo la protección del nuevo emperador persa Shapur I (quien reinó entre 241 y 272), Mani predicó en todo el Imperio, e incluso envió misioneros al Imperio romano. La rápida propagación del maniqueísmo provocó una actitud hostil por parte de los líderes del zoroastrismo ortodoxo. Cuando Bahram I sucedió en el trono al emperador anterior (entre 274 y 277), lo convencieron de que arrestara a Mani, culpándolo de herejía. Al poco tiempo Mani murió, no se sabe si en prisión o ejecutado.
Mani se autoproclamaba el último de los profetas, dentro de los que se consideraba a Zoroastro, Buda y Jesús, y cuyas revelaciones parciales, según él, estaban contenidas y se consumaban en su propia doctrina. Aparte del zoroastrismo y del cristianismo, el maniqueísmo es otro de los movimientos religiosos que reflejan una fuerte influencia del gnosticismo.

La doctrina fundamental del maniqueísmo se basa en una división dualista del universo, en la lucha entre el bien y el mal: el ámbito de la luz (espíritu) está gobernado por Dios y el de la oscuridad (problemas) por Satán. En un principio, estos dos ámbitos estaban totalmente separados, pero en una catástrofe original, el campo de la oscuridad invadió el de la luz y los dos se mezclaron y se vieron involucrados en una lucha perpetua. La especie humana es producto, y al tiempo un microcosmos, de esta lucha. El cuerpo humano es material, y por lo tanto, perverso; el alma es espiritual, un fragmento de la luz divina, y debe ser redimida del cautiverio que sufre en el mundo dentro del cuerpo. Se logra encontrar el camino de la redención a través del conocimiento del ámbito de la luz, sabiduría que es impartida por sucesivos mensajeros divinos, como Buda y Jesús, y que termina con Mani. Una vez adquirido este conocimiento, el alma humana puede lograr dominar los deseos carnales, que sólo sirven para perpetuar ese encarcelamiento, y poder así ascender al campo de lo divino.

Los maniqueos estaban divididos en dos clases, de acuerdo a su grado de perfección espiritual. Los llamados elegidos practicaban un celibato estricto y eran vegetarianos, no bebían vino y no trabajaban, dedicándose sólo a la oración. Con esa postura, estaban asegurando su ascensión al campo de la luz después de su muerte. Los oyentes, un grupo mucho más numeroso, lo formaban aquellos que habían logrado un nivel espiritual más bajo. Les estaba permitido contraer matrimonio (aunque se les prohibía tener hijos), practicaban ayunos semanales y servían a los elegidos. Su esperanza era volver a nacer convertidos en elegidos. Con el tiempo, se conseguirían rescatar todos los fragmentos de la luz divina y el mundo se destruiría; después de eso, la luz y la oscuridad volverían a estar separadas para siempre.
Durante el siglo que siguió a la muerte de Mani, sus doctrinas se extendieron por el este hasta China, y fue ganando adeptos en todo el Imperio romano, en especial en el norte de África. San Agustín, el gran teólogo del siglo IV, fue maniqueo durante nueve años antes de su conversión al cristianismo. Más tarde escribiría documentos importantes contra el movimiento, que además había sido condenado por varios papas y emperadores romanos. A pesar de que el maniqueísmo, como religión, desapareció del mundo occidental a principios de la edad media, se puede seguir su influencia en la existencia de grupos heréticos medievales con las mismas ideas sobre el bien y el mal como los albigenses, bogomilos y los paulicianos. Aún sobreviven muchas de las concepciones gnósticas-maniqueas del mundo, desarrolladas por movimientos y sectas religiosas modernas, como la teosofía y la antroposofía del filósofo austriaco Rudolf Steiner.

Mani consideraba que la pérdida o mala interpretación de las enseñanzas de otros profetas radicaba en el hecho de que no habían dejado constancia escrita de sus enseñanzas. Por eso, Mani escribió muchos libros para que sirvieran como recordatorio de su pensamiento. A comienzos del siglo XX fueron encontrados fragmentos de estas escrituras. Estaban escritas en chino, turco y egipcio. También se encontraron, al mismo tiempo, himnos, catecismos y otros textos maniqueos. Otras fuentes de las doctrinas maniqueas provienen de los escritos de san Agustín y de otros escritores que se opusieron al movimiento.

Obispo Y Teólogo

Agustín regresó al norte de África y fue ordenado sacerdote el año 391, y consagrado obispo de Hipona (ahora Annaba, Argelia) en el 395, cargo que ocuparía hasta su muerte. Fue un periodo de gran agitación política y teológica, ya que mientras los bárbaros amenazaban el Imperio llegando a saquear Roma en el 410, el cisma y la herejía amenazaban también la unidad de la Iglesia. Agustín emprendió con entusiasmo la batalla teológica. Además de combatir la herejía maniqueísta, participó en dos grandes conflictos religiosos: uno de ellos fue con los donatistas, secta que mantenía la invalidez de los sacramentos si no eran administrados por eclesiásticos sin pecado. El otro lo mantuvo con los pelagianos, seguidores de un monje contemporáneo británico que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que fue largo y enconado, Agustín desarrolló sus doctrinas de pecado original y gracia divina, soberanía divina y predestinación. La Iglesia católica apostólica romana ha encontrado especial satisfacción en los aspectos institucionales o eclesiásticos de las doctrinas de san Agustín; la teología católica, lo mismo que la protestante, están basadas en su mayor parte, en las teorías agustinianas. Juan Calvino y Martín Lutero, líderes de la Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de san Agustín.

La doctrina agustiniana se situaba entre los extremos del pelagianismo y el maniqueísmo. Contra la doctrina de Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del hombre se había producido en un estado de pecado que la naturaleza humana era incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las mujeres son salvados por el don de la gracia divina; contra el maniqueísmo defendió con energía el papel del libre albedrío en unión con la gracia. Agustín murió en Hipona el 28 de agosto del año 430. El día de su fiesta se celebra el 28 de agostO.

Obras

La portancia de san Agustín entre los padres y doctores de la Iglesia es comparable a la de san Pablo entre los apóstoles. Como escritor, fue prolífico, convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida es su autobiografía Confesiones (400?), donde narra sus primeros años y su conversión. En su gran apología cristiana La ciudad de Dios (413-426), Agustín formuló una filosofía teológica de la historia. De los veintidós libros de esta obra diez están dedicados a polemizar sobre el panteísmo. Los doce libros restantes se ocupan del origen, destino y progreso de la Iglesia, a la que considera como oportuna sucesora del paganismo. En el año 428, escribió las Retractiones, donde expuso su veredicto final sobre sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio más maduro consideró engañoso o equivocado. Sus otros escritos incluyen las Epístolas, de las que 270 se encuentran en la edición benedictina, fechadas entre el año 386 y el 429; sus tratados De libero arbitrio (389-395), De doctrina Christiana (397-428), De Baptismo, Contra Donatistas (400-401), De Trinitate (400-416), De natura et gratia (415) y homilías sobre diversos libros de la Biblia.

En Confesiones, uno de los principales escritos del más insigne Padre y Doctor de la Iglesia, san Agustín de Hipona, éste refirió de forma autobiográfica y con un brillante estilo literario algunos de los episodios más importantes de su vida. Además, en sus páginas expuso gran parte de su pensamiento teológico y filosófico. El fragmento que sigue supone una interesante aproximación a su teoría del conocimiento.



Conclusión

Sobre San Agustín de Hipona
Homilía en la XLVIII Semana Litúrgica
Cardenal Giacomo Biffi
Arzobispo de Bolonia

Esta eucaristía -en el contexto de los días de luz y de gracia de la 48va. Semana Litúrgica- se celebra en la memoria de San Agustín. Es una circunstancia providencial, que no queremos dejar pasar. Agustín -con sus escritos admirables, con su figura de Pastor ejemplar y, ante todo, con su inquieta actitud de búsqueda de Dios- sigue siendo para todos un maestro que siempre vale la pena escuchar.

"Fuimos bautizados, y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada" (Confesiones 9, 6, 4).

Con estas palabras simples y breves, Agustín evoca la conclusión de una larga y enmarañada aventura interior. El renacimiento "del agua y del Espíritu" tiene lugar durante la Vigilia pascual, la noche entre el 24 y el 25 de abril del año 387, en el baptisterio octagonal que Ambrosio, el gran obispo de Milán, recientemente había terminado de erigir.

Finalmente había llegado "a casa", porque había llegado al conocimiento vivo del Señor Jesús y a la comunión con Él; lo cual, aún en los años más turbios y confusos, había sido el anhelo casi inconsciente de todo su ser.

En su larga dispersión, en medio de la diversidad de las opiniones, y en la maraña de los vicios, había mantenido una especie de inconsciente atracción hacia la persona de Cristo. "Aquel nombre de mi Salvador, de tu Hijo, mi corazón aún tierno lo había absorbido en la leche misma de mi madre, y lo conservaba en lo profundo. Así que cualquier obra en la que Él faltase, así fuese docta y limpia y verdadera, no podía conquistarme totalmente" (Confesiones 3,4,8)

Uno de los momentos decisivos de su conversión se produce cuando se da cuenta de que Cristo no es un personaje literario o una idea filosófica, sino que es el Señor vivo que palpita, respira, enseña y ama en la liturgia y en la vida de la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo. Por lo tanto, no es con la investigación erudita y solitaria del intelectual como se puede llegar a Él, sino con la cordial participación en el misterio eclesial, que no es otro que el misterio del Hijo de Dios crucificado y resucitado que se entrega a los suyos.

En tal comunión de vida, el individuo se trasciende a sí mismo y verdaderamente realiza de manera integral su naturaleza humana como ha sido querida y pensada por el Padre desde toda la eternidad: "Nos hemos transformado en Cristo. En efecto, si Él es la cabeza y nosotros los miembros, el hombre total es Él y nosotros" (Tract. In Ioan. 21, 8), dice audazmente Agustín.

Esta activa pertenencia eclesial, sean cuales fueren las virtudes y la santidad de los hombres de Iglesia, funda la certeza salvífica de los creyentes. "Lo he dicho frecuentemente y lo repito insistentemente - dice el obispo de Hipona a los fieles "cualquier cosa que seamos nosotros, vosotros estáis seguros, tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por madre" (Contra litt. Pet. 3, 9, 10).

Los escolásticos le darán un nombre tosco ("ex opere operato"), pero en verdad, no hay nada más misericordioso de parte de Dios, ni más consolador para nosotros que esta certeza: la certeza de que en la Iglesia que enseña, que actúa, que celebra está siempre operante la inmanencia salvífica de Cristo.

Quizá fue ésta justamente el provecho más fuerte de su estancia en Milán. Ambrosio no fue para Agustín un interlocutor disponible para coloquios personales, pacientes y clarificadores; tanto menos se prestó a hacerle de director espiritual. Sin embargo su aporte a la conversión del maestro africano fue decisivo, justamente porque aquel obispo era un "liturgo" excepcional, que con su presidencia homilética y ritual, sabía verdaderamente comunicar el sentido de la presencia activa del Salvador en todos los actos religiosos comunitarios. Posidio, el biógrafo del obispo de Hipona, recapitula todo con una frase lacónica y convincente: "de Ambrosio recibió la enseñanza salvífica de la Iglesia Católica y los sacramentos divinos" (Vita Agustini 1, 6).

De Ambrosio, Agustín había aprendido que "hablamos con Cristo cuando oramos y lo escuchamos cuando se lee la Palabra de Dios" (cf. De oficiis 1, 20, 88)

De Ambrosio había aprendido a traspasar las "imágenes" (aquello que los ojos ven) para llegar a captar la "verdad" (el Cristo que bajo las imágenes está siempre actuante). "Oh Señor Jesús - había exclamado el obispo de Milán el día de Pascua del año 381 - en nuestra sede has hoy bautizado mil. Y cuántos has bautizado en la Urbe de Roma, cuántos en Alejandría, en Antioquía, en Constantinopla... Pero no han sido Dámaso ni Pedro ni Ambrosio ni Gregorio quienes han bautizado: nosotros te prestamos nuestros servicios, pero tuyas son las acciones sacramentales" (Cf. De Spiritu Sancto I, 17.18: "nostra enim sercitia sed tua sunt sacramenta").

Nosotros podemos celebrar en los ritos el misterio de Cristo, porque es Cristo quien antes celebra en los ritos, el misterio de la salvación del mundo; y en esta celebración, que es Suya, nos compromete y nos renueva.

Jesús es un hombre de palabra. Cada día, mas allá de toda espera, su última promesa se realiza realmente: "He aquí que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del tiempo" (Mt. 28, 20).

Es una frase de una sencillez absoluta, pero bajo cierto punto de vista es el centro y el sentido de todo el evento cristiano.

Al tomarla en serio, todo cambia: nuestro modo de pensar, de celebrar, de vivir, se hace diferente.

No es una expresión retórica, como cuando se dice que los héroes de la patria, los gigantes de la cultura y de la ciencia, los grandes filántropos, viven eternamente en medio de su pueblo; que en el fondo es una manera gentil de decir que están muertos. Jesús está realmente con nosotros: aquí está la fuente de nuestra inalterable serenidad en medio de las oposiciones y los conflictos, de aquí mana la energía de nuestro dinamismo apostólico.

Es justamente esta actualidad del único Sacerdote de la Nueva Alianza la que congrega a la Iglesia y garantiza su fidelidad. Él la atrae y la enamora, de manera que ninguna estrella mundana alcanza a apresarla y ningún sortilegio de encantadoras ideologías logra seducirla.

Como dice Ambrosio: "No valen de nada los encantadores donde el cántico de Cristo se canta cada día; ella tiene ya su encantador, el Señor Jesús..." (Hexamerón IV, 33).

Una Iglesia que se absorbiera de tal manera en el trabajo -sin duda meritorio- a favor de los seres humanos, que no elevara más el himno cotidiano de alabanza a su Señor, se parecería más a la Cruz Roja Internacional que a la Nueva Eva, la Esposa fiel del Nuevo Adán y la Madre de los nuevos vivientes; y terminaría por dedicar sus canciones a los aventureros de turno. Pues necesitaría cantar para alguien.

Jesús está siempre con nosotros, pero no ha sido dicho que nosotros estemos siempre con Él. Nos es garantizada la fidelidad de Cristo: nuestra fidelidad sin embargo se comprueba y consolida en los hechos, cada día. Pero esto es otro discurso.

Lic. José Luis Dell’ordine

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