domingo, 2 de agosto de 2009

Retorno a la Barbarie: Eutanasia


Revista Sí Sí No No
Junio 2007 Año XVII, n. 173

1. Resumen histórico

El homicidio de personas viejas y decré­pitas, de niños deformes o débiles, en uso entre los pueblos más o menos bárbaros, constituía una forma de eutanasia. El cristia­nismo hizo desaparecer también dicha cos­tumbre inhumana. A la eutanasia se la trató universalmente, en la moral y el derecho, como homicidio o suicidio.

Hemos de constatar hoy un triste retorno a esa bárbara costumbre. Tal retorno se ma­nifiesta en proposiciones de ley que autorizan a los médicos a matar tranquilamente a los enfermos que quieran la muerte, o que dis­ponen el homicidio, por orden de la autori­dad pública o con el permiso de ésta, de per­sonas que son inútiles para la sociedad a causa de enfermedades, locura, imbecilidad o ve­jez, o bien la eliminación física de soldados mutilados o gravemente heridos sin esperan­za de curación.

2. División

Resulta de lo que se ha consignado más arriba que se dan dos casos esencialmente distintos:

a) Causar una muerte buena, es decir, cau­sar la muerte y, al mismo tiempo, hacer que sea buena (indolora).

b) Causar una muerte buena, no provo­cando directamente la muerte, sino intervinien­do para que la muerte, la cual es provocada por otras causas (enfermedad, locura, imbe­cilidad, vejez...), acaezca sin dolor.

Tenemos un auténtico homicidio en el primer caso, no así en el segundo. Existe, pues, una eutanasia que mata y otra que no lo hace. Cuando hablemos de eutanasia, así, sin más, sin calificativo, se entiende que nos es­tamos refiriendo a la eutanasia que mata.

3. Moralidad

a) La eutanasia que mata es un acto intrín­secamente malo. Es suicidio u homicidio se­gún los casos. Es homicidio aunque se ejecu­te a petición del paciente o con el consenti­miento de éste, entre otras cosas porque las penosas condiciones en que se halla no pue­den ser, ciertamente, expresión de una vo­luntad libre. No cambia nada la circunstancia o el hecho de que la persona sufra o no viva mucho. La eutanasia siempre es pecado gra­ve por las mismas razones por las que lo son el homicidio y el suicidio. Aparte el hecho de que no se puede estar nunca seguro de la absoluta incurabilidad de una enfermedad y de que siempre pueden darse errores de diag­nóstico y pronósticos equivocados al respec­to, hay que observar que la eutanasia se opone diametralmente al fin propio de la medici­na y del noble oficio de médico. El médico debe mederi, esto es, curar, y, por ende, sal­var la vida de los hombres, usando para ello, en la medida de sus posibilidades, todos los recursos médicos de que disponga. La euta­nasia es matar, así que se opone derecha­mente al oficio y al deber del médico. Ade­más, la eutanasia como práctica aceptada y no impedida por la autoridad dañaría grandísimamente a la sociedad. Los hombres per­derían la confianza en los médicos y no se fiarían fácilmente de sus tratamientos, lo que tendría gravísimas consecuencias para el es­tado de salud del pueblo. Tampoco a las au­toridades públicas les asiste el derecho de matar a un inocente. Las leyes que permiten o imponen tal acto, a los médicos o a otros, son leyes malas. Obedecer a tales leyes es cometer pecado de homicidio. Por lo demás, si, por un absurdo, se admitieran dichas leyes, ¿cómo podrían impedirse multitud de delitos? (por ejemplo, que unos parientes de un enfermo deseosos de heredarlo procura­ran obtener a toda costa que éste consintiera en la eutanasia y persuadiesen al médico para que la llevara a cabo). ¡Qué bajada tan peli­grosa de la sensibilidad moral de la humani­dad! De ahí la legitimidad de la condena del Sto. Oficio, fechada el 2 de diciembre de 1940 (AAS, 32 1940, pp. 553-554).

b) La eutanasia que no mata, pero que quita o disminuye los dolores del moribundo, no está prohibida, a no ser por causa de los efectos dañinos que se derivan a menudo de los medios usados, es decir, de la adminis­tración de narcóticos. A veces tales efectos son la aceleración de la muerte, la privación temporal o permanente de los sentidos, etc. Nunca es lícito emplear tales medios sin per­miso del paciente. Peca gravísimamente un médico que priva de la conciencia a una per­sona que no está preparada para la muerte, sobre todo en el aspecto espiritual y sobre­natural, o sea, a un paciente que aún necesita reconciliarse con Dios y recibir los santos sa­cramentos. Pecan gravísimamente los consan­guíneos o los amigos del enfermo que le piden al médico que haga eso. Un médico dig­no del nombre de cristiano se opondrá a tal manifestación de amor mal entendido y de ig­norancia religiosa, y procurará instruir tanto al paciente cuanto a aquellos a cuyo cargo está. Pero tampoco es conveniente que per­sonas preparadas para la muerte se priven de la conciencia, o sean privadas de ella, en los momentos que preceden a aquélla. El cris­tiano sabe que los sufrimientos y la propia muerte, si se la acepta con santa resignación a la voluntad de Dios, son un medio óptimo de expiar los pecados cometidos en la vida. Jesús instituyó un sacramento especial, la extremaunción, para dar a los hombres fuer­zas especiales para morir bien y soportar los sufrimientos que acompañan a la muerte. Por eso quiere también la Iglesia que se ruegue en esos momentos por el moribundo y con el moribundo. Por lo demás, la ciencia médica moderna dispone de varios medios (quirúrgi­cos y farmacológicos) para mitigar los sufri­mientos de los enfermos sin embotar las acti­vidades psíquicas superiores: medios válidos y perfectamente lícitos.

(Del Diccionario de teología moral dirigido por el Card. Francesco Roberti)

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