viernes, 3 de abril de 2009

San Ricardo, Obispo - 3 de abril


San Ricardo, Obispo de Chichester, fue el gran restaurador del más acendrado sentimiento religioso en Inglaterra, durante el reinado de Enrique III. Sus virtudes características fueron: austeridad, caridad, energía hermanada con la suavidad evangélica. Hijo de sencillos labradores, quedóse huérfano muy joven y hubo de trabajar en menesteres del campo. Estudia en Oxford donde consigue graduarse «Maestro en Artes», y más tarde en Bolonia, Canciller de Universidad y de Obispos, y consejero del arzobispo de Canterbury, es consagrado Obispo, aun contra la decisión y apetencias del propio Rey; y ha de luchar con toda energía hasta ser reconocido y poder entrar en su diócesis de Chichester; caracterizándose luego su apostolado por una continuada defensa del derecho frente al abuso, por una ardiente caridad para con los humildes y una enérgica austeridad para consigo mismo. Murió a los cincuenta y cinco años de edad y fue canonizado nueve años más tarde. — Fiesta: 3 de abril.

Nació Ricardo en ambiente campesino, de familia humilde, el año del Señor, 1197, en el condado de Wyche (Inglaterra); y habiendo perdido muy pronto a sus padres, él y su hermano mayor Roberto hubieron de dedicarse a la labranza, hasta poder rescatar la pequeña hacienda heredada, que su tutor había puesto en peligro; logrado ello, renuncia al casamiento con una joven rica, deja todo el patrimonio familiar en manos de Roberto y marcha a estudiar a Oxford. No quiere aceptar favor de nadie, ni atar su independencia: conoce la pobreza y hasta el hambre y el frío. Para calentarse en invierno, por no tener ni siquiera medios para encender fuego o guarecerse en algún cobijo confortable, corre por el campo y se esfuerza en mantener el calor natural.

De Oxford, tras breve estancia en París, logra pasar a Bolonia, la más importante escuela de leyes en aquel entonces y, tras siete años de estudios, consigue doctorarse en Derecho Canónico. Vuelto a Oxford, es seguidamente nombrado Canciller de la Universidad e igual nombramiento recibe a la par de dos obispos amigos suyos: el de Canterbury, Edmundo Rich, más tarde Santo, y el de Lincoln, el franciscano Grosseteste, que había sido uno de sus primeros y mejores maestros.

La intimidad de Ricardo con estos santos varones, sobre todo con el obispo de Canterbury, era tal, que su confesor, el dominico Bocking, dijo de ellos. «Cada uno era el apoyo del otro; el maestro, de su discípulo; y el discípulo, de su maestro; el padre, de su hijo; y el hijo, de su padre espiritual».

Este apoyo se manifestó especialmente con motivo de las apetencias reales, en tiempo de Enrique III, que se apoderaba de los beneficios eclesiásticos vacantes. Muerto por los disgustos y sufrimientos a ello consiguientes San Edmundo Rich, retiróse nuestro Santo a Orleáns, en donde enseñó, como profesor, durante dos años.

Durante su retiró en Orleáns, fue ordenado sacerdote, en 1243; siendo sus primeros ministerios sacerdotales los de párroco en Deal; mas pronto es llamado de nuevo a la cancillería de Canterbury, por el nuevo obispo, Bonifacio de Saboya. Sin embargo no había de regentar dicho cargo mucho tiempo, ya que un año apenas después de ser sacerdote, al conocer su prelado las excelentes cualidades que le adornan, le propone para Obispo de Chichester, sede vacante por la muerte de Ralph Neville. Mas este nombramiento no fue del agrado real. Enrique III, abusando de su autoridad, logró imponer en principio la elección de Roberto Passelewe; el arzobispo Bonifacio se opuso enérgicamente y, convocando el cabildo de sus sufragáneos, decidió éste proceder a elección definitiva de Ricardo, que confirmaba luego el propio Romano Pontífice, Inocencio IV, consagrándole personalmente el 5 de marzo de 1245.

A pesar de su legítimo nombramiento y de tan solemne ratificación papal, no pudo tomar posesión de su sede hasta un año después y tras haber sufrido no pocas vejaciones; el rey, que no quería admitir su elección, apropióse todos los beneficios eclesiásticos de la diócesis y hasta dio órdenes de que se le cerraran todas las puertas a su regreso a Chichester, prohibiendo se le facilitara casa o dinero.

Como un vagabundo hubo de andar errante por su propia diócesis, hasta que un buen sacerdote, Simón de Tarring, le dio, al fin, hospitalidad. Enrique III sólo cedió, en el reconocimiento y aceptación de San Ricardo, ante la amenaza de excomunión.

Mas, apenas reconocido nuestro Santo como Obispo en Chichester, ha de recorrer, como obispo misionero, durante dos años, las chozas de los pescadores y las casas de los más humildes de sus hijos, viajando casi siempre a pie y desprovisto de todo; sin descuidar al propio tiempo el más alto gobierno, pues en este período hace celebrar los sínodos, cuyos estatutos son conocidos como «Constituciones de San Ricardo». En ellas son combatidos los abusos más comunes en la época, conocidos personalmente por él mismo y condenados con energía. Son objeto del ataque tres principales errores: sobre la propiedad, sobre la autoridad y sobre el matrimonio; la labor de nuestro Santo al respecto fue decisiva, no sólo en su diócesis sino en todo el país.

El apostolado de San Ricardo de Wiche, obispo de Chichester durante ocho años, fue una continua defensa del derecho frente al abuso y de la doctrina del Evangelio frente al nepotismo reinante; solía decir al respecto que Cristo no dio la primacía, de la Iglesia a su pariente Juan, sino a San Pedro, que no pertenecía a su familia. Junto a este vigor de carácter, brillaron a la par su ardiente caridad con los humildes y la severidad consigo mismo.

Finalmente, su dulzura evangélica se revelaba en numerosos rasgos de un franciscanismo encantador, como los de su delicadeza para con los animales. Es memorable una ocasión en que, diciéndole que iban a coger unos pajaritos para prepararle un guiso exquisito, de ninguna manera lo permitió: No pudo tolerar que sus amiguitos fuesen sacrificados para dar gusto a su paladar: «Pobres avecillas, decía, no quiero ser causa de su muerte, no han cometido delito alguno...».

Esa sencillez y todas sus virtudes fueron causa del sincero afecto que el pueblo le profesaba. Correspondía él al mismo plenamente, pues toda su mejor dedicación y aun sus múltiples milagros los dedicó a los más humildes.

Falto de todo recurso y agotado por varios sufrimientos, retiróse a una Casa para sacerdotes pobres —«Mansión de Dios»— para prepararse a la muerte. A poco tiempo, en efecto, cerró sus ojos al mundo, rodeado de sus discípulos predilectos y llorado por todos sus diocesanos, que ya entonces le proclamaban Santo a voces.

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